Hacia la media hora de juego, un plano televisivo se detuvo en el gesto desesperado de Steve Hansen. George Bridge acababa de ser sacado por la touche por la defensa inglesa, una de tantas veces en las que los All Blacks habían llevado la pelota a los costados, en busca de espacios, sin lograr generar ninguna superioridad frente a la defensa bulldozer de los ingleses.

Nueva Zelanda no estaba jugando un partido. Había quedado atrapada en el escenario de una pesadilla ideada por Eddie Jones y rematada por la rara inoperancia de los propios kiwis. A los All Blacks se les había evaporado la fluidez de ideas, la ligereza en los movimientos y la precisa naturalidad de sus ejecuciones. A menudo sus delanteros se movían con aspecto de pesadez, como si el cuerpo no los llevara a los lugares habituales. Llegaban un segundo tarde. O retrocedían un metro ante el contacto. O no daban el pase preciso. O no limpiaban el ruck con la energía o la nitidez técnica necesarias.

La impresión resultante dejaba una mezcla de impotencia y desorden. A menudo vimos tres cuartos que arrancaban una carrera solitaria, pasando camino del contacto ante delanteros que se habían quedado parados en tierra de nadie. Claramente, en lugares en los que no deberían estar, porque no aportaban nada al juego. Son escenas que revelan un extraño desconcierto neozelandés. Y, mirándolos, uno se preguntaba si era antes el huevo o la gallina.

Las dificultades de los All Blacks dibujaron un violento contraste con el nivel extraordinario de actividad de Inglaterra, donde cada jugador ganaba sus duelos individuales, en todos los lados del campo. Con la pelota y, tanto o más importante, también sin ella. El de Eddie Jones fue un equipo imponente que quiso vencer en cada colisión… y lo logró. Disputaba y vencía arriba, abajo y en el medio. En las laterales y en las melés. Y, desde luego, en el juego abierto.

Pero, además, el rugby le corrió en la primera parte como el hilo de una cometa desatada. Pases cortos al eje profundo, cerca del agrupamiento. Aperturas buscando el receptor que rompiese a la altura del tercer o cuarto defensor. Primeras líneas (sobre todos Sinckler) que jugaban de forma primorosa el pase de enlace por detrás de los señuelos. Y, cuando volaba la pelota al abierto, camisetas blancas que inundaban el canal exterior de forma amenazante; y hombres que entraban en los intervalos buscando el pase en la descarga. Los ingleses realimentaban sus rupturas con una continuidad devoradora. Cada decisión era un acierto. Cada ejecución, una victoria.

Se habló mucho de Itoje, y no sin razón porque destacó en sus territorios naturales: la ‘touche’, los agrupamientos y el suelo. Pero el gobierno intelectual del partido le perteneció a George Ford, con Youngs y Farrell de lugartenientes para poner a Inglaterra siempre en el ritmo y las zonas del campo en los que le convenía jugar

Se habló, y con motivo, de Itoje, capitán general en las suertes en las que siempre ha sido un jugador destacable: las laterales y, sobre todo, el juego cerrado y en el suelo. Ahí es donde Itoje sí es un segunda de talla mundial, que sabe usar su envergadura para darle brillo al trabajo sucio. Pero el control del juego ejercido por Youngs, Ford y Farrell resultó espectacular. Esa combinación le ha funcionado como un reloj a Jones todo el Mundial, con Ford por encima de todos. Los vaivenes que ha vivido en los útimos años han alcanzado pleno sentido en Japón. El técnico lo ha puesto y lo ha sacado durante mucho tiempo, incluso frente a Australia, en lo que ahora se revela como un acabado juego de máscaras. Si ese proceso ha conseguido algo de Ford ha sido la escalada hasta su mejor nivel.

Inglaterra había ensayado en el primer minuto de juego en una sucesión de percursiones acabadas por su ariete canónico en el medio campo, Manu Tuilagi. Después, extendieron sobre el vuelo de los All Blacks una tupida red y el equipo de Hansen apenas pudo aletear. Cuando trataban de ir por dentro, Inglaterra levantaba un muro de cuerpos sin conciencia, dispuestos al choque brutal. Si buscaban por fuera, los soldados de Su Majestad llegaban con dos y tres placadores para echar por el lateral al portador de la pelota, como si fueran una retroexcavadora apartando desechos.

Cada una de esas imágenes completaba la metáfora definitiva: Inglaterra estaba sacando a los All Blacks del campo, del partido y de la final.

En el intermedio, recién anotado el golpe de castigo que puso a Inglaterra con 10-0, los All Blacks buscaron a toda prisa el vestuario. Parecían necesitar una palabra, algo, un asidero desde el cual recuperar el sentido del juego, extraviado en la tormenta de nieve en la que habían disputado la primera parte. Los jugadores de Inglaterra, mientras tanto, aguardaron unos segundos para reunirse en un círculo en el campo. Team bonding. Pura convicción y esas palabras que vienen a decir: éste es el camino… pero que nadie se salga. Hay todavía 40 minutos que andar.

En la segunda mitad, y a pesar del grueso error en el lanzamiento de un lateral en cinco propia que dio lugar al ensayo de Ardie Savea, Inglaterra mantuvo el control. Pero por otras vías. Le cerró la cremallera a su rugby y guardó la pelota en sucesiones de fases mucho más calculadoras.

Ya en la primera mitad había tenido más posesión y ocupado con frecuencia la zona entre el medio campo y la línea de 22 rival. El territorio en el que cualquiera desea jugar. En la segunda administró su ventaja con una receta arquetípica: exprimir en puntos la creciente frecuencia de los golpes de castigo rivales; alargar el encadenado de fases cerradas y, donde antes había puesto profundidad de penetración con la pelota a la mano, llevar el partido a los dictados del pie: el gran aliado secular de cualquier táctica de enfriamiento de las operaciones.

Tom Curry y Sam Underhill, dos terceras que han completado una temporada monumental con Inglaterra.

Lo que no cedió fue su hambre canina. Se marcharon Sinckler y Underhill, un auténtico lebrel insaciable en el desgaste y en la pelea. Para el recuerdo dejó ese placaje frontal en el que se llevó a Jordie Barrett subido en el aire. Si los pantalones llegan a ser como los antiguos, se lo echa al bolsillo.

Inglaterra no dejó de cargar la suerte en todos los resortes que le habían otorgado el gobierno del partido. Hansen había tratado de redireccionar el pleito con el ingreso de Sam Cane, pero no hubo caso. El equipo que durante tanto tiempo confundió la naturaleza y el uso de sus flankers (aquellos días de Robshaw y Haskell), ha acabado celebrando a Tom Curry y Sam Underhill, dos chicos que tuvieron que entrar en la última fase de construcción de este equipo. El Mundial que han jugado ambos deja un sobrenombre –Kamikaze Kids- que apenas resume en un lugar común la enorme dimensión de sus aportaciones a la evolución de la Inglaterra de Eddie Jones.

Tom Curry y Sam Underhill tuvieron que ganarse su puesto en la tercera inglesa en la última fase de construcción del equipo de Eddie Jones: su excelente Copa del Mundo resume en el mejor escenario posible la fenomenal aportación que ambos han tenido en la evolución de Inglaterra

Junto con el regreso demoledor a la escena de Tuilagi, la reinvención de la tercera línea fue la pieza que acabó de darle a este equipo de la rosa el tamaño preciso para desafiar ya no a los All Blacks o al hemisferio sur… sino al mundo entero.

La jugada final del partido sintetizó toda la historia. Los All Blacks tuvieron una larga posesión que empezaron en la línea de 40 inglesa y que acabarían en la línea de 40 propia. En cada pase y su contacto, los hombres de Hansen iban retrocediendo. Dos de sus combinaciones fueron al suelo porque no encontraron receptor. Por cada movimiento errático neozelandés, Inglaterra daba dos pasos adelante.

En un momento dado la pelota le cayó a Sonny Bill Williams, que se tiró contra los ingleses con la cabeza por delante. Es lo que siempre hace. Y no había más que hacer. Marler y Cole lo recibieron como si se tratara de un entrenamiento, lo invitaron a pasar por la puerta y, al unísono, lo placaron y lo echaron para atrás como a un chiquillo.