La lesión sufrida hace unos días por Samuel Ezeala, en un choque con el impetuoso Virimi Vakatawa, ha devuelto el asunto de la conmoción cerebral al primer plano del rugby. No hay mayor novedad ni en la acción ni en sus consecuencias. Pero las circunstancias adyacentes (la juventud de Samu, que el incidente se produjera en su debut en la élite y la proximidad por haber sido formado en el BUC barcelonés y las categorías inferiores de España) han animado un revoloteo de exclamaciones y reclamaciones en el rugby francés. El cacareo habitual, cada uno desde su negociado, que en esta ocasión suena un poco a la cínica frase del capitán Renault a Rick en Casablanca, cuando le justifica el cierre de su café americain: «Qué escándalo, qué escándalo ¡he descubierto que aquí se juega!». Y luego se lleva las ganancias.

Sí, en el rugby hay lesiones. Y algunas, como las conmociones cerebrales, pueden ser especialmente graves. No tiene sentido poner cara de sorpresa. Eso sí: si algo no podemos permitirnos es la indiferencia.

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George North, atendido después de un incidente con Nathan Hughes, el 8 de Wasps: el galés ha sufrido varias conmociones que aún hacen temer por el futuro de su carrera.

Hay unos cuantos vectores que, hoy por hoy, modelan la fisonomía del rugby del futuro. De entre ellos, quizá el más influyente sea el de la seguridad de los jugadores, en nombre de la cual se modifican reglas, decisiones punitivas y criterios de interpretación. Ese lógico empeño de los rectores del juego por hacerlo más seguro genera corrientes de interpretación encontradas: no falta quien defiende que se ha desvirtuado su naturaleza por motivos espurios (por ejemplo y especialmente en lo que toca a la melé), o quien directamente asegura que tanto celo ha convertido el rugby en un deporte blando. Bueno, más blando de lo que era.

No es esa la discusión que nos interesa ahora mismo. Pero sí establecer que, como ya ha ocurrido en otros deportes de contacto antes, el asunto de las conmociones cerebrales es ahora mismo el elefante en la habitación oval. Y no, no hablamos del despacho de Trump. La metáfora alude a esa estancia común que compartimos todos: el rugby como deporte.

De las conmociones se habla, sí, pero… ¿tomamos verdadera conciencia de lo que suponen y de sus consecuencias?

Por momentos uno tiene la sensación de que hablamos de ellas como si hablásemos de una rotura de fibras o de cualquier otra lesión (entiéndase el término) rutinaria. Habitual. Se produce el choque, el jugador queda KO (solo en un 10% de las conmociones se produce una pérdida de conciencia), se aplica el protocolo y diagnóstico de la conmoción, retirada, descanso, recuperación, vuelta a los campos.

Suena rutinario, pero este protocolo es de importancia capital y se basa en dos principios: reconocer y retirar. Algunos datos resumen la necesidad de que sea aplicado de la mejor manera posible: antes de la introducción del HIA (Head Injury Assessment) en la RWC2015, se calcula que un 55% de los jugadores continuaban en el campo tras sufrir una conmoción cerebral. Durante el Mundial el porcentaje bajó a un 12%. En los torneos en los que se aplica el HIA ahora mismo, la cifra se cree que está en un 4%. Y aquí, recuerdan los especialistas, es importante la lealtad y el compromiso de jugadores, entrenadores y médicos para no ocultar síntomas.

¿Se hace eso? Pues aunque parezca increíble, ha ocurrido: Jamie Cudmore, segunda canadiense, denunció a Clermont por hacerlo jugar una final de la Heineken Cup tras haber sufrido una conmoción en la semifinal. El caso ha llegado a juicio hace poco, con el médico acusado de cambiar el diagnóstico y negar la conmoción, porque otro jugador se había lesionado y no convenía la salida de Cudmore. El resultado: Cudmore jugó la final y en ella volvió a sufrir otra conmoción.

Por lo general, se respeta el protocolo de principio a fin. Y el jugador vuelve recuperado.

Y ahí queda todo.

¿O no?

Isa

Este KO de Facundo Isa contra Brive se produjo en la misma jornada del Top 14 que la lesión de Ezeala.

La cuestión es precisamente esa, que no. O, más bien, que no está claro. La ciencia médica aún no ha logrado establecer de qué modo una conmoción única puede afectar al cerebro a largo plazo. Y si las conmociones recurrentes desembocan o no en una ETC (encefalopatía traumática crónica). Hay que recordar que, como insistió el doctor José Carlos Saló el pasado jueves en su intervención en Play Rugby Ser, «las lesiones que provoca una conmoción cerebral no son estructurales sino funcionales». E insistió en ello en repetidas ocasiones (el podcast de Play Rugby Ser con la charla entre Saló y Ezeala lo puedes escuchar en este enlace).

Hay otro matiz: puede haber conmociones cerebrales cuyos síntomas desaparecen de forma precoz durante las primeras 12/24 horas. Y otras que, una vez desaparecidos los primeros síntomas en el corto plazo, provoquen otros adicionales cuando hayan pasado semanas e incluso meses desde el accidente.

Estas incertidumbres, la verdad, a uno le resultan estremecedoras. Y espolean otras preguntas. ¿Qué efecto tienen o pueden tener este tipo de lesiones a largo plazo en la vida de los jugadores? ¿Y cómo se puede proteger el rugby de ellas? Si es que puede hacerlo…

A la primera cuestión le responde un sombrío interrogante; a la segunda, algunas recomendaciones evidentes: afinar al máximo la técnica de placaje (según las estadísticas, el placador es el jugador que sufre más conmociones); mejorar la condición física de los jugadores y jugadoras; y, como ya ha hecho World Rugby, modificar reglas que ayuden a rebajar el número de impactos en la cabeza (placajes altos, placajes peligrosos, cargas con el hombro, etc).

Pero no está siendo suficiente. A pesar de los innegables esfuerzos y de los protocolos (se pueden consultar aquí); a pesar de la continua vigilancia, los estudios, reflexiones y atención que los organismos rectores del deporte, y sus profesionales médicos, le dedican al asunto… A pesar de todo, y por desgracia, las conmociones cerebrales son cada vez más frecuentes (de hecho, ya son la lesión más recurrente en los campos de rugby).

Sobre ese fondo incierto, cada tanto se produce un caso que además genera mucho ruido, por las circunstancias adyacentes: por ejemplo la juventud de Ezeala, debutante con Clermont, además del dramatismo añadido de su pérdida de conciencia y las sábanas cubriendo la escena de la mirada de espectadores y cámaras. O, por nombrar algún antecedente sonoro, la gestión de las lesiones continuas de North o de Morgan Parra. Casos que nos recuerdan que éste es un asunto peliagudo del que ponerse por completo a salvo resulta imposible.

Algunos expertos en el tratamiento de lesiones cerebrales han llegado a decir que el rugby se está convirtiendo en un deporte «injugable». Más allá de que tal afirmación deseche los matices, pone en perspectiva el estado de la situación y la certeza de que, por más que ya se hace mucho, queda aún mucho por hacer.

Hay más factores: la velocidad de las acciones y la descomunal potencia de los jugadores multiplican los riesgos. En algunos casos, a pesar del endurecimiento de las sanciones y la concienciación, los jugadores hacen placajes y protagonizan percusiones deliberadamente violentas contra la cabeza de un rival: basta ver la de James Haskell este pasado fin de semana contra Jamie Roberts.

Después, están los errores. Facundo Isa, el 8 argentino de Toulon, sufrió el mismo fin de semana que Ezeala otro KO tremendo, contra Brive, en un placaje frontal en el que la posición de su cabeza era técnicamente deficiente. Pero es que los jugadores también cometen errores sin la pelota, en sus técnicas y decisiones, porque hablamos de deporte y de personas. La élite no se salva de ello. Basta leer este análisis en The Blitz Defence sobre la pésima técnica de placaje de Leigh Halfpenny, otro sospechoso habitual. 

La acción de Ezeala es, en este sentido, llamativa. El ala español viene cerrando de izquierda a derecha, hacia el interior del campo, para salir al paso de Vakatawa. Su intención parece ser un placaje lateral perfectamente lógico al fiyiano de Racing 92.

Pero, por algún motivo, Vakatawa no atiende las expectativas de Ezeala en cuanto a su ruta de penetración y, en lugar de tratar de evadirlo corrigiendo su carrera en vertical hacia los palos -lo que parece lógico- sigue de frente a Ezeala y atropella al defensor, que apenas puede acomodar su posición. El placaje frontal lo agarra en posición de desventaja. El bajón del centro de gravedad de Vakatawa y la batida potente de sus rodillas -como ocurre con Isa- hacen el resto. Ezeala absorbe la mayor parte del impacto con la cabeza.

Este tipo de accidentes ocurren, más allá de todas las medidas de prevención. Y aquí viene la pregunta (deliberadamente capciosa) del título: ¿Acabará el rugby adoptando los cascos tipo NFL para proteger la cabeza de los jugadores? Algo que ni imaginamos, ya. Pero vemos ya tantas cosas que no imaginábamos…

Antes de responder, es interesante examinar algunos aspectos que tienen que ver con la protección de la cabeza en el juego del rugby y lo que los especialistas dicen al respecto: los cascos de rugby de hoy protegen la cabeza frente a algunas posibles lesiones (lesiones epicraneales, heridas, erosiones…) pero NO previenen las conmociones.  No es una crítica: sencillamente no están pensados ni hechos para eso, pero conviene subrayarlo porque hay quien cree otra cosa (y hasta quien lo publicita). De hecho, muchos especialistas advierten de que las chichoneras -a pesar de la evidencia insuficiente de su acolchado- pueden generar una falsa sensación de seguridad en el jugador.

Algo de eso, pero con cascos rígidos, parece haber en la NFL, donde muy a menudo los cascos chocan entre sí en las percusiones. Los cascos de la NFL -como sabe hoy cualquier aficionado al cine si ha visto Concussion, la película con Will Smith de protagonista- tampoco evitan la conmoción. Ni los de antes ni los de ahora. La NFL empezó a usar esta protección en los años 30 del siglo pasado. A raíz de la polémica desatada por los hallazgos científicos del doctor Bennet Omalu (el personaje de Smith en la película), la liga ha tenido que revisar sus protocolos y tecnologías. Y admitir que el riesgo no se puede eliminar y que los golpes en la cabeza pueden conllevar consecuencias funcionales severas a largo plazo.

La protección total es imposible porque el cerebro humano flota dentro del cráneo, envuelto en líquido; cuando se produce un impacto en la cabeza -más en movimiento como sucede en la práctica deportiva- hay un frenazo brusco, pero la inercia del movimiento desplaza la masa del cerebro contra las paredes de la cavidad que lo contiene. Conviene leer al respecto o escuchar esta charla de David Camarillo, especialista en la materia y ex jugador de fútbol americano.

Camarillo sostiene que «hay esperanza». La esperanza reside de forma inevitable en la alianza entre la tecnología y la ciencia. La presión derivada de la película ha provocado cambios, pero no soluciones. El modelo de casco que se ha impuesto en los últimos tiempos en la NFL  y otras ligas de edad menor mejora la seguridad al variar su estructura externa, menos rígida; además, en el interior un sistema de columnas redirige las ondas expansivas de los impactos que sufren los jugadores en la cabeza, rebajando la intensidad del golpe final en el cerebro.

Los creó una start-up, cuyo modelo fue elegido en competencia con otros 32 prototipos. Pero, a pesar de su avanzada tecnología, sus responsables advirtieron: ayudarán a reducir la intensidad final de los impactos, pero no podrán evitar de forma total las conmociones. Apenas unas semanas después, se registró el primer caso de conmoción cerebral en un jugador equipado con el nuevo modelo. Demostrado estaba.

Así que… aunque el rugby se acabase jugando con cascos como los del fútbol americano, las conmociones seguirían ocurriendo.

¿Llegaremos a ver algo así en nuestro deporte? Los que saben nos dicen que no, pero no sabemos si se trata de un comprensible desideratum o de una certeza. Uno teme lo peor: que al rugby, al final, no le quede otro remedio. Y, sobre todo, que no sirva para nada.