
Los galeses somos una raza emocional. O reímos o lloramos. Y las cosas comunes y corrientes raramente nos provocan otra cosa que indiferencia. Nuestra selección nacional de rugby se aprovecha de esta mentalidad celta y, con frecuencia, nos proporciona este tipo de experiencias sentimentales polarizadas. Puede ocurrir de vez en cuando o, como sucedió este sábado último en Twickenham, en el espacio de una sola tarde.
Con 79 minutos jugados en el reloj del partido, Gales perdía por cuatro puntos frente a Inglaterra. El Dr. Jekyll nacional que experimentamos durante los primeros 53 minutos del encuentro se había transformado en un Mr. Hyde fluido, confiado y con un manejo sedoso de la pelota. Pero lo había hecho cuando ya era demasiado tarde como para que nos diera tiempo a pasar de las lágrimas a la risa.
En realidad, habíamos empezado a llorar casi desde el principio -o tal vez fue solo una mota en el ojo-, cuando ya en los primeros seis minutos Marcus Smith pateó dos penales que le dieron a Inglaterra una ventaja de 6-0.
A la media hora de juego comenzamos a sentir el típico nudo en la garganta, cuando otra vez el mismo Smith embocó otros dos golpes de castigo, que llevaron a Inglaterra a una ventaja de 12-0 al descanso.
A esa hora las risas ya volaban con el trasero en llamas por la M4 -la autopista que une Londres con el sur de Gales-, mientras las lágrimas nos acechaban cada vez más próximas en el retrovisor. Gales tenía problemas para juntar alguna fase de juego, tenía problemas en el breakdown y, como les ocurría por otra parte a los 82.000 espectadores del partido, tenía problemas para entender al árbitro.
A los tres minutos de la segunda parte, un ensayo de Alex Dombrandt completó la temida transformación emocional: Gales perdía por 17-0 y cometía más errores que el que le escribe los discursos a Boris Johnson.
A estas alturas del relato me gustaría presentarles a ese cruel apéndice emocional del alma celta: LA ESPERANZA.
Es con el que más complicado se hace lidiar… sobre todo cuando ya te has resignado, con extrema dificultad, a la certeza de la derrota.
El Dr. Jekyll nacional que experimentamos los galeses durante los primeros 53 minutos del encuentro se transformó en un Mr. Hyde fluido, confiado y con un manejo sedoso de la pelota. Pero lo había hecho ya demasiado tarde…
Josh Adams anotó un ensayo en el minuto 54, algo que no pasaba de ser un mero consuelo. Pero entonces Nick Tompkins apoyó otra marca en el 61, y Biggar añadió la conversión para poner el marcador en 17-12 a favor de Inglaterra. Fue entonces cuando ocurrió. Y nos golpeó como un tren desbocado.
Era el momento de… la ESPERANZA.
Por supuesto, como ya muchos sospechábamos de antemano, y de la misma manera inevitable en que la noche sigue al día, la ESPERANZA se desvaneció enseguida en el crepúsculo de Middlesex; en el momento en que otra vez Marcus Smith anotó dos golpes más y estiró la ventaja local. En el espacio de cuatro minutos la renta inglesa se había elevado hasta un 23-12. La esperanza puede llegar a ser una criatura sin corazón.
Así que habíamos completado un regreso bastante veloz a la cruda realidad de una derrota resignada. Al menos en ese punto los galeses podíamos ya quedarnos tranquilo: sabíamos que, por fin, se había terminado. Era hora de asumirlo de una vez por todas, y prepararse para las lágrimas.
Pero no. Cuando uno es galés sabe que el tsunami emocional no se acaba tan fácilmente. No mientras haya tiempo para exprimir un poco más la franela de nuestros sentimientos.
Cuando el marcador de Twickenham había alcanzado los 79m31s de partido, Kieron Hardy apoyó para Gales tras un golpe de castigo jugado con velocidad. Dan Biggar acertó con la transformación y el partido estaba otra vez 23-19.
Entonces pensamos: es imposible que Gales lo haga…
¿No?
Como se suele decir: la esperanza es lo último que se pierde. Y, a esas alturas del choque, la esperanza pegaba los mismos saltos que Michael Flatley hinchado de esteroides. Ya con el reloj en el tiempo de prolongación, Gales enlazaría hasta 17 fases de juego. Fue el adiós definitivo a nuestra esperanza: con 84m y 18s en el reloj del partido por fin constatamos que, una vez más, había desaparecido como un ladrón en la noche. Ya no quedó dónde encontrarla. Y en ese momento los galeses sentimos que, una vez más, habíamos sido atracados emocionalmente.
Sabemos que reír hasta las lágrimas forma parte de nuestro ADN. Hemos aprendido a vivir con ello… Pero al final, es la esperanza lo que te mata.
[Foto de cabecera: INPHO / via sixnations.com].