
No se trata del principal torneo mundial, pero es el torneo por excelencia. Así lo tiene declarado la costumbre. 1871 contempló, en Raeburn Place, Edimburgo, la primera contienda internacional, entre viejos enemigos, dicho sea en términos deportivos, que la Unión (de reinos) había sido declarada muy fructífera 150 años antes.
Sabemos ya, apenas unas horas antes del primer partido de 2022, en Dublín, entre anfitriones y galeses, las identidades y avatares de los jugadores que componen las listas de cada seleccionador. Los más ávidos e interesados conocen el desempeño de cada cual, su trayectoria, árbol genealógico e incluso la peripecia vírica de cada uno de ellos. Listas que este año, precisamente por esa amenaza, han sido amplísimas y cambiantes.
Todos son herederos, sin embargo, de otros que comparecieron antes a la llamada de tréboles, cardos, rosas, dragones y gallos. También, claro, desde el año 2000, fueron convocados los convidados de piedra itálicos.
Con cierta melancolía vemos como se suceden estos días los tópicos sobre el juego de cada país, para ilustrar crónicas escritas y habladas, y se confunde lo pretérito con lo que es, aunque aquello fuera antecedente inevitable y necesario de esto. Fatalmente, de fatum, destino, por cierto, no de fatalidad aquí. O puede que sí, si comparamos. Porque el propio éxito entre los aficionados llevó a los dineros, que es el presente inevitable.
Presente que no existiría sin aquellos que más recordamos, esos que indefectiblemente nos vienen a la memoria -personalísima, intransferible- para revivir, porque dejaron huella indeleble en alguna circunvolución impresa en época formativa.
Los Jean-Luc Averous o Gérard Cholley, franceses.
Ambos poseedores del Grand Slam (Grand Chelem para ellos) de 1977. El año de los quince únicos, el que ganaron a las órdenes de Fouroux, adelantado a su tiempo, le petit caporal que los dirigía a todos y que galvanizó -decía el gigantón Bastiat, otro de la compañía- el espíritu de revancha que les dejó la derrota final ante País de Gales en 1976, despojados del honorario trofeo de aquel año.
Averous, ala. Cholley, pilar. Alfa y omega, o viceversa. La Voulte y Castres, sus clubes, cuando estos eran la familia y para toda la vida y quizás la vida misma: el empleo (la farmacéutica Fabre, para el delantero), pues trabajaban, sobre todo en Francia, en función del club.
Ala y pilar. La intuición del modo francés de jugar, la intimidación del esprit de corps de la Guardia. Intuición y espacios, evasión, instinto, acaso joie de vivre, sin planificación metódica de temporada y fichaje de 7.30 a 17,30, cinco días a la semana y el de partido. «Busquen los espacios, piensen y escapen», decían, dicen aún, en los cursos de la federación gala, cuando algún formador pone al jugador por encima del juego, el rugby para el jugador y no al revés.
Averous, precursor. Hábil, grande, fuerte, contraste sorprendente con Lagisquet, por señalar a alguien tenido por modelo de ese tiempo. Contrapié, ángulos de carrera, lectura del juego, 25 zamarras azules o blancas, limpias de grafías, salvo el gallo orgulloso sobre el pecho.
Cholley, el martillo, el miedo. El miedo, hipérbole de prevención. De los demás. De aquellos escoceses que sin solución de continuidad caen bajo la mano descomunal del francés. Procelosa vida que encuentra su mejor acomodo entre palos y palos y que se hace acompañar de Paco, Paparemborde, Palmié, Imbernon, Rives y Skrela, pelotón tras la prodigiosa zancada de Bastiat y su marca en Lansdowne Road, que amarra la Grand Chelem rubricada por Romeu, Harize, Bertranne, Aguirre y Sangalli.
Los John Rutherford y Roy Laidlaw, escoceses.
En Murrayfield, naturalmente, que es un plus, porque atisbábamos un viejo roble (¿era un roble?) que nos saludaba, nevado, tras la grada del fondo norte, y nos jurábamos que algún día estaríamos allí, en los terrenos fronterizos de la penitencial Corstorphine Road, la calle de las estaciones de esa procesión laica que lleva de Princes Street al estadio y viceversa. Y allí, John y Roy, director y primer violín de una orquesta que destacaba en plazas de provincia pero que, desde 1925, no se atrevía con las grandes sinfonías. Pero en 1984 el viento y la percusión venían reforzados. Pollock, Dods (el ojo derecho tumefacto no le impidió leer la partitura del día de San Patricio), Baird, Johnston, Robertson, oboes, tubas y fagots; Aitken, Milne, Tomes, Campbell, Paxton, Calder y Leslie, timbales y platillos. Como los que resonaron en ese lateral, ya próximo el final, en el lado de ese mismo fondo, cerca de marca, al que Codorniu había despejado un balón de up-and-under estratosférico de Rutherford -captura errada por Begu- y que introdujo a Jim Calder -rebote sobre Joinel mediante- en el panteón oval de los escoceses. Excusa perfecta para las danzas nocturnas de la cita exultante de McLaren. Indeleble en la memoria la invasión del campo y las felicitaciones in situ al capitán Jim Aitken, porque pisar el césped del campo de Murray nos parecía lo normal y confirmaba que todos eran parte del festejo, del espectáculo, sin las barreras a que nos condena el progreso y el negocio.
Los de Pontypool, galeses.
Sí, esos tres, cantados por Max Boyce, el bardo que tituló con aquella sociedad de tres uno de sus éxitos: The Pontypool front row. Es verdad que mi recuerdo es más vívido si hablamos de Graham Price, pero tengo conciencia de la admiración que suscitaba ver a los tres, sin saber quiénes eran, qué nombres tenían ni qué representaban, entrar en la melé como se hacía en 1979, año de la retirada de Bobby Windsor y Charlie Faulkner, y dominando al trío que mucho más tarde sabría que componían Phil Orr, Pa Wheelan y Ginger McLoughlin, irlandeses.
Esos tres, y la mayoría de los galeses, representaban una sociedad periclitada, aunque solamente lo intuían. Maggie Thatcher, primera ministra tory, se estrenaba ese mismo año y sus políticas iban a tener un serio impacto, colateral para lo suyo, pero esencial en el rugby de los verdes valles que llegan hasta Arms Park. Sin acerías ni minas las décadas que median entre 1985 y 2005 no iban a ser boyantes, excepción hecha de los chispazos de 1988 , 1994 y aquella victoria en Wembley en 1999.
Aquellos tres de Pontypool hicieron que el restallante rojo con las plumas de Juan el Bohemio sobre el pecho nos capturara para siempre. No sólo ellos. Porque luego los asociamos a Jeff Squire y Terry Cobner y al díscolo Dave Bishop, a John Perkins, Eddie Butler o Staff Jones en los 80, bajo la sabia dirección de Ray Prosser, padre de todos los del Gwent más que entrenador. Y más allá, según alcanzamos Glamorgan al oeste, los demás (ambos Williams, Ray Gravell, Steve Fenwick o Derek Quinnell) con las ideas de Ray Williams y Carwyn James, aquel nexo con el exterior y este pensador esencial del rugby contemporáneo. Ambos se sirvieron de Edwards, Bennett, Dawes y John para que diera fruto lo que bullía en sus cabezas.
Tengo para mí que son culpables de que los destellos posteriores nos hayan parecido siempre mejores de lo que fueron. Nos apoderamos de las imágenes que vimos de esa gente orgullosa que resistía y vencía, en un rectángulo de barro y pasto, a los que se nos antojaban invasores Plantagenet, o al usurpador Bolingbroke, a los Tudor (galeses de boquilla) a Estuardos y otras dinastías continentales de sonoro nombre alemán, hoy convenientemente camuflado. Y nos caían naturalmente bien, porque nos habían enseñado que Albión fue nuestra enemiga.
Los irlandeses. Moss Keane y Mike Gibson.
Uno de la República y otro del Ulster, calidad que en nuestro negociado solamente tiene significado geográfico. Aquel por su solidez y este por su versatilidad.
Gibson ha sido el tres cuartos irlandés más destacado de la historia, sin permiso de Brian O’Driscoll, con el que este, aunque cupieran comparaciones, que no caben, no se puede igualar, casi por imposibilidad metafísica. Gibson representó a Irlanda en cuatro demarcaciones diferentes: todas las de atrás y fue, también, capitán sagaz y respetado, que convivió en el XV irlandés con un par de generaciones de gentes duras, sufridas y que pasaban en aquellos años por su particular Sinaí. Desarrolló su rugby con una aproximación casi científica, con la dedicación del que estudia un viejo legajo que contiene en una nota marginal la clave para un hallazgo científico. Por eso compitió tanto tiempo (con Ulster, con Irlanda, con London Irish y con el primer XV de su club de siempre, el North of Ireland FC).
Sorprendían sus líneas de ataque y su anticipación, proverbiales y necesarias para alguien de físico escueto. Añadía una rara aceleración, de zancada casi sincopada, que hacía muy difícil derribarle. Jugó su último V Naciones en 1979, en Murrayfield, cuatro años antes de que se retirara el otro irlandés de mi primera memoria.
Moss Keane fue un segunda línea grande y aparatoso. Feo y berroqueño, como debe serlo un intimidador. Había sobresalido en el código gaélico, pero su tamaño y potencia llamaron la atención de los otros, de los adeptos a las 25 yardas. Jugó a ambos simultáneamente, aunque bajo identidad falsa en rugby, pues los puristas autóctonos impedían a sus afiliados ¡hasta 1974! jugar a ese deporte «extranjero». La prensa, al cabo de la calle, se tomaba a chacota el pseudónimo que usaba (Moss Fenton) y el suyo fue el caso que provocó la desaparición de tan anacrónica norma.
Debutó en 1974, precisamente, en el Parc des Princes y allí, como novato, fue sometido a castigo inmoderado por los delanteros franceses. Lo superó sin queja y, si bien durante el partido no encontró ocasión, hizo ver que aquello no quedaría así (Beidh lá eile, you French bollix! o “habrá otro día, francés de los cojones”, en traducción libre, dicen que exclamó para que el culpable le escuchara, aunque no revelara su nombre, como exigían ciertas reglas no escritas). Se sabe que hubo ocasión en su carrera, terminada en 1984, para el ajuste de cuentas. A sus señaladas marcas en la cara debemos la obligada medición de tacos que desde ese día se tuvo por necesaria, sobre todo si se jugaba en Francia.
Fue roca sobre la que se cimentó, junto a Phil Orr, una tercera excepcional (Slattery, O´Driscoll y Duggan) y la bota de Ollie Campbell, la Triple Corona irlandesa de 1982, año triunfal tras sequía desde 1949. La labor de zapa de Keane en los laterales y su potencia en el ruck le hicieron hueco en el catálogo personal que les voy relatando.
Blakeway y Hare, ingleses.
Un primera de Gloucester, que tan cómodo jugaba a la derecha como a la izquierda, dueño de un negocio de muebles y un zaguero desmelenado, mientras conservó el tocado. Entre ellos, entre el 1 y el 15, despuntaron bajo la capitanía del hoy alto funcionario y cómodo alickadoo Bill Beaumont, capitán del XV inglés ganador del Grand Slam de 1980, un futuro entrenador campeón del mundo, Sir Clive Woodward, un empresario de reconocido renombre e icónico y embarrado rostro, Frank Cotton, y un abogado que acabó en la cárcel por apropiación indebida, Tony Neary.
El triunfo se cimentó, sin embargo, en la bota de Hare, jugador de Leicester, y en el fortísimo y habilidoso primera Blakeway. A este, naturalmente, le delataba una morfología que ya le hacía objeto de miradas desde el XV contrario antes del partido. Las merecía, porque contrastaba demasiado con la de su antecesor, Colin Smart, más propia de la bonhomía del que agota sonriente la barra del pub. Salas, el narbonés, o Rowan, escocés, tenían sobradas razones para mirar de soslayo a su par pues su ensamblaje corporal prometía sufrimiento allí dentro, donde nos encontramos los primeras y se detiene el tiempo, más allá del arbitrario avance de los dígitos del marcador, ajeno a ese universo ignoto y distante.
Así, un 15 de marzo en que TVE retransmitió el Escocia v Inglaterra por su frecuencia UHF, a las 17:30, como solía, con un ligero diferido, vimos absortos como las artes de Blakeway (pelo gris y las mangas subidas más arriba del codo) y los 10 puntos del gélido Hare (dos golpes y dos transformaciones de las tres marcas de Carleton y la de Slemen) dieron a los ingleses un triunfo tan merecido que no nos atribuló la derrota escocesa, por una vez. Sólo por una vez.
Italia. Y allí, Domínguez y Cuttita, en otra categoría, porque la calidad de la memoria es distinta, más objetiva y desprovista de afinidades afectivas, permítanme el préstamo.
Lo de Italia merece una explicación. No ya porque ingresaran, mercado emergente, en el Torneo, sino porque se despegaron definitivamente de los países FIRA, ese invento francés de entreguerras para evitar la molicie cuando las Home Unions les expulsaron del original. Para nosotros hay una fecha baldón en ese distanciamiento, que es 1993, en el Central. Hasta entonces habíamos sido capaces de mantenernos, los demás digo, en el pelotón. Pero en ese año nos barrieron, a nosotros, cuando apenas unos meses antes la distancia fue de un punto. Un punto solitario que no sabíamos iba a marcar la frontera entre los grandes, los que se escapan en un repecho donde nadie espera el ataque, y la nebulosa de ilusos aspirantes. Por aquel entonces hacia ya algunos años que ciertos jugadores de relumbrón -Campese, Knox, Kirwan, Botha- militaban en equipos de la liga italiana. Algunos jugaban ambas temporadas, una por hemisferio, las de aquí y las del sur y declaraban, felices, que sin ser un deporte profesional, se habían hecho ricos con el balón ovalado.
Avispados empresarios, al calor de las reformas fiscales adecuadas, atisbaron mercado en la península vecina y clubes de siempre adquirieron el nombre de su patrocinador: así dejó de ser la Assoziacione Sportiva Rugby Treviso tal y pasó en 1979 a ser el Benetton de Treviso, caso más señalado. El oropel y las prebendas atraían a más jugadores, y empezaron a llegar, si es que alguna vez faltaron, los oriundi de padres o abuelos argentinos (nada que objetar, por cierto). Aumentó el nivel de juego. El profano se interesó y fueron invitados a la primera Copa del Mundo, la de 1987. Recibieron lo suyo, pero estaban en el camino.
Así que Domínguez, al que vimos por primera vez en Madrid, sin imaginar que en algunos años nos recordaría que nuestro lugar era otro, al contemplarlo dirigir, y bien, a la Italia que ganó algún partido en sus primeras campañas entre los otros cinco: en el Flaminio frente a Escocia, en 2000 y frente a Gales en 2003.
Y el mayor, por tamaño, de los gemelos Cuttita, Massimo, tristemente fallecido el pasado año víctima de la plaga en curso. Su carrera terminaba y solamente participó, que ya era colofón extraordinario, en la edición del año 2000. Coloso en su lado de la melé, ancla y ariete, según se requiriera, fundó la escuela en la que aprendieron Lo Cicero o Castrito.
Pero no es lo mismo. Estos, los italianos, que habíamos tenido a nuestro alcance, no se beneficiarán jamás de la admiración pura y la sorpresa franca que se proyectaba sobre tipos a los que vimos padecer y esforzarse, empujar y saltar, chocar y placar en viejas televisiones, generalmente en blanco y negro, las que, suplentes, daban servicio a tozudas minorías. Los elegidos del día de San Crispín que se empeñaban en ver los partidos de un deporte extraño cada quincena, desde mediados de enero, humeante la calefacción del césped de Murrayfield, hasta el ventoso marzo, rugiente en Lansdowne Road, donde solo los nativos conocen el color del viento y saben si les favorece. Por eso dejaron un fondo sin alzada.