Hamish Watson le pegó una patada a la pelota y la mandó a la grada vacía, y los gritos de júbilo escoceses hicieron eco en la inmensidad de un Twickenham desierto. El partido había terminado y, bajo la lluvia, este 6 Naciones en sordina de la pandemia ya tenía un sonoro argumento para la memoria: Escocia había ganado en Londres, territorio vedado a los del Cardo desde 1983. Y había ganado de principio a fin. La mayor noticia es que de Inglaterra no hubo noticias.

Las primeras escenas prefiguraron ya un encuentro impensado. En apenas cuatro minutos de juego, el equipo de Eddie Jones había cometido un par de golpes de castigo. Lo definitorio fue lo que Escocia hizo con ellos: en lugar de patearlos a palos para poner tierra de por medio con urgencia, los usó para construir posiciones ventajosas de ataque. Esa coletilla célebre entre los comentaristas británicos (keep the score ticking) no estaba incluida en el ideario de Gregor Townsend para este partido. Algo relevante porque, de acuerdo a la tradición reciente, Escocia comparece en Twickenham en condición asumida de víctima. Lo esperable habría sido que tratase de sumar puntos a la mínima oportunidad. Puntos que, a la postre, no le servirían de nada porque la marea siempre acaba subiendo y arrastra las esperanzas escocesas al sumidero inmenso de Twickenham.

Esta vez no fue así. Esta vez nada fue ni remotamente parecido.

Escocia tenía otro partido en la cabeza. Escocia se había mirado al espejo y había visto algo que los demás no sospechábamos: un partido quimérico, que consistía nada menos que en ejercer un control extensivo de toda la dinámica del choque, frente a Inglaterra y en su campo. ¿Desde cuándo es Escocia capaz de hacer algo así en el HQ londinense? Contra todo pronóstico y frente a nuestra propia incredulidad, Townsend ha logrado evolucionar a su equipo para ser capaz de asumir ese papel. De los bandazos de los últimos años ha resultado una dirección cierta. O eso nos dice lo visto ayer.

En Twickenham, Escocia mandó los 80 minutos, en el marcador y en las operaciones. No se vio amenazada casi en ningún momento, ni siquiera con un marcador apretado a la distancia de un ensayo. Y ganó con marcada amplitud todas las variables que definen el control del partido: la ocupación territorial, la posesión de la pelota y la batalla en el suelo/break-down.

Hablábamos de dos golpes de castigo de Inglaterra en tres minutos. El tercero llegó a los 5′, y se produjo justo frente a los palos después de que los escoceses acometieran abajo, a sangre y fuego, como si estuvieran saldando una deuda. Escocia había llevado la pelota hasta la misma puerta de la casa de los ingleses partiendo del penal-touch, para después enganchar pick-and-go tras pick-and-go, con la convicción acostumbrada de una Irlanda o un Exeter Chiefs: envidiable retención de la pelota que, para la Inglaterra indecisa de Eddie Jones, se convirtió en una trampa para elefantes. Finn Russell pasó el pateo de forma rutinaria y Escocia elevó al marcador su primera ventaja (0-3). Ya nunca dejó de ir por delante.

Aunque parezca mentira, Escocia no sufrió de verdad en ningún momento, pese a que su ventaja no pasó de los ocho puntos alcanzados tras el ensayo de Duhan van der Merwe, cerca de la media hora. Van der Merwe es una bala de chaqueta metálica, tan veloz de pies como potente en el contacto. Sudafricano naturalizado caledonio por obra y gracia de los tres años de residencia, con un 1.93 y más de 105 kilos, se trata de un arma expansiva bruñida por Cockerill en Edimburgo. Su ensayo lo demostró.

La continuidad escocesa con la pelota en sus frecuentes visitas a la 22 inglesa hizo  bascular el juego de derecha a izquierda. Dos minutos antes, el ala había rozado otro ensayo en una patada cruzada de Russell que botó demasiado alta para su control. Esta vez recibió la pelota todavía con mucho por hacer. Y varios rivales que pasar. Primero enganchó hacia dentro desde el costado para dejar atrás a May, convertido en una sombra. Después compactó el cuerpo y el balón para chocar como un bisonte y arrastrar a los defensores con una poderosa inercia. Alcanzada apenas la zona de ensayo, aún se debió revolver igual que un cocodrilo para apoyar la marca por aplastamiento.

Van der Merwe rebasa los placajes ingleses para su ensayo (©INPHO/Andrew Fosker).

El ensayo de Van der Merwe hizo de antesala al tramo del partido en el que quedó demostrada la capacitación de Escocia para ganar por imposición general. Aún con unos minutos antes del intermedio, Russell se fue al sin bin por un mediano pero claro intento de zancadilla; y Owen Farrell pasó dos golpes antes del descanso. Con 6-8, el augurio se parecía al de otras veces: la segunda parte se hará larga y el ejército de Su Majestad acabará imponiendo esa cosa que pesa en el rugby más que un delantero georgiano. La lógica.

Pero no. Resulta que Escocia aguantó los diez minutos sin su patrón. Y lo hizo sin mayor problema frente a una Inglaterra incapaz de hostigarla. El equipo de Eddie Jones, por más que tratase de impostar el gesto, cazaba como un gatito. Como si quisiera subrayarlo, Russell volvió justo a tiempo para patear otro penal y estirar la ventaja al 6-11 que, aunque a esa hora pareciese imposible, iba a acabar siendo definitivo.

La media hora larga que quedaba fue un fascinante ejercicio de gestión del partido por parte de Escocia. Hubo, cerca del minuto 60, otra infracción inglesa a distancia muy asequible para palos que Escocia decidió, de nuevo, jugar al lateral. Aquello parecía una temeridad o un error de cálculo… y seguramente lo fue: Escocia -que confió mucho y con razón en su juego cerrado, agrupamientos y mauls- estaba desechando una gran oportunidad para poner el marcador fuera del alcance de un ensayo inglés. Ganó el lateral pero cometió golpe en el maul. Por eso, ya en el 70′ y con la amenaza latente, Hogg intentaría sin éxito patear un penal mucho menos asequible, desde casi 50 metros. Ese tipo de decisiones, aun pudiendo juzgarse erróneas o arriesgadas, volvían a expresar lo mismo del principio del choque: hasta qué punto el equipo de Townsend creía en su plan. Y que Inglaterra no era ayer el sheriff de Nottingham que se cobra por triplicado los errores.

Los números apoyan las sensaciones. Inglaterra cometió 15 golpes de castigo y estuvo lejos de Escocia en todos los indicadores fiables del encuentro. Escocia rompió con la pelota casi el doble de veces que su oponente (128 contra 66); rompió líneas y avanzó muchos más metros (540 contra 358); ganó más territorio con la patada, jugó a la mano más y mejor (242 frente a 159) e hizo más pases en juego abierto (198 contra 86). Eligió muy bien, además, en qué lugares y cuándo atacar la línea defensiva inglesa, y por eso cuando fue vertical comprometió y rompió placajes ingleses: 27 contra 8. Inglaterra sólo ganó la estadística que por lo general (aunque no siempre) revela al perdedor: tackleó 174 veces (y erró 27), mientras Escocia se quedó en 95.

En los incontables también Escocia estuvo siempre por encima. En la melé, en el juego cerrado, en los encuentros. La tercera línea (Ritchie, Hamish Watson, Zander Fagerson) fue un primor, ganadora de los espacios abiertos y los estrechos. En la segunda, Johnny Gray estuvo una vez más colosal (14 placajes, 15 rupturas, 43 metros ganados). Un líder silencioso al que nunca se ha ponderado lo suficiente. En el medio, el debutante Cameron Redpath fue el acerado lugarteniente de un Finn Russell en versión calculadora: entre ellos dos y Hogg ejecutaron un buen número de patadas que o bien reventaban en áreas delicadas para los ingleses o le daban forma a un exhaustivo dominio territorial. En las incursiones a la mano, Van der Merwe, Hamish y el propio Hogg amenazaron siempre a la línea de contención rival.

Eddie Jones lo resumió de la manera más elocuente posible: «They were too good for us». Demasiado buenos para nosotros. «Nunca encontramos cómo meternos en el partido». Uno de verdad no acierta a interpretar el inerme rugby de Inglaterra, salvo si lo reducimos a un día de ausencia no justificado. En el estudio de ITV, Jonny Wilkinson subrayó una perspectiva amplia: «Cuando te acostumbras a ganar partidos sin acabar de hacer el juego que quieres, al final puede terminar pasando esto». Inglaterra, el indudable favorito del torneo, extravió el plan, la agresividad y la respuesta frente a un equipo contra el que suele bastarle con la fuerza de la gravedad. No parece probable que volvamos a verle en mucho tiempo un encuentro tan plano como el de esta Calcutta Cup.

Hacía 38 años que Escocia no ganaba en Londres. Un par de temporadas atrás, empató aquel partido de penduleo demencial, en el que exhibió los penúltimos residuos del equipo de ataque enardecido y marcados desequilibrios que Townsend tomó de manos de Vern Cotter. El de este sábado fue casi un opuesto preciso de aquellos excesos: cada decisión parecía ejecutada por un irrefutable algoritmo. Y enfrente había un fantasma. Twickenham estaba vacío e Inglaterra jugó sin cuerpo ni alma. En los últimos años, Escocia había ganado en Gales, se había impuesto a Sudáfrica y también a Australia. Ahora ha conquistado Twickenham, tomando el larguísimo relevo de Roy Laidlaw, Jim Aitken y compañía. Una vez más esperaremos, como siempre, que nos convenza de la consistencia y durabilidad de sus progresos.