
Alun Wyn Jones jugará contra Italia su partido internacional número 150 con la camiseta de Gales. La cifra solo puede ser contemplada con irrefutable admiración pero, más allá del reconocimiento a la figura de uno de esos jugadores totémicos que cada tanto aparecen en el rugby, este regreso postrero del segunda línea no le ha parecido igual de bien a todo el mundo. Hay quien piensa que Will Rowlands se ha ganado su puesto y que bajo el confeti figurado del homenaje subyace una cierta injusticia al delantero de los Dragons. Wayne Pivac se ha preocupado de aclarar ante la prensa que la incorporación de AW Jones en el XV inicial, confirmada para este último partido del torneo, «está basada en el mérito», pero la explicación ha sonado tan poco convincente como el juego de Gales en este Seis Naciones. No sólo eso: además el técnico ha revelado que AWJ tiene en su cabeza seguir jugando con la selección y retirarse después de la Copa del Mundo de 2023. Sería su quinta RWC. Si tal cosa llega a suceder, el segunda línea de Ospreys tendrá 38 años: como decía alguien estos días: cuando Alun Wyn empezó a jugar, el rugby ni siquiera era moderno. Como suele ocurrir, a los jugadores de esta longevidad no les pesan tanto los años como los golpes (si es que ambas cosas no son la misma). Pero AWJ parece haber rubricado algún tipo de acuerdo con las fuerzas oscuras de lo intemporal: se le dio por perdido para la gira de los Lions por Sudáfrica cuando, el verano pasado, se lesionó el hombro en un partido de preparación. Contra todos los pronósticos, regresó a tiempo de entrar en campaña. Después, en el minuto 18 del encuentro otoñal frente a Nueva Zelanda volvió a dañarse el mismo hombro, en un placaje a Jordie Barrett. Otra vez las especulaciones sobre la posibilidad de un adiós a la temporada… e incluso a su carrera. Su contrato con el Ospreys cumple al final de esta campaña, pero Pivac advirtió ya en aquel momento su convicción en que Al volvería a jugar antes del final de este Seis Naciones; y que como seleccionador compartía el objetivo de contar con su concurso en Francia 2023. Y sí, el entrenador tenía razón y el gigante de Swansea está a punto de regresar, anticipando todos los plazos previstos… y demorando cualquier atisbo de recambio en un equipo que ha ofrecido señales de agotamiento en estas semanas. Siempre desearemos que algunos jugadores no se tuvieran que retirar jamás, pero el relevo generacional es una de las suertes más necesarias y complicadas, por la determinación que requieren, para un entrenador. Uno se pregunta si a Gales y a otras selecciones no les ocurrirá como a Quentin Tarantino: que se le acaban las películas al menos media hora antes de lo que él piensa.
Sergio y su imposible addio. Frente a Gales este sábado estará Italia, seguramente el equipo que más motivos tiene para añorar a su mejor generación, y donde se dio otro posible caso de vida eterna en la figura de Sergio Parisse. Durante las últimas semanas, en el entorno de la Nazionale se consideró casi segura una postrera reaparición del octavo (142 internacionalidades) en el último partido de su equipo en Roma, con el fin de que la afición pudiera despedirse de il capitano sobre el terreno de juego. Parisse, hay que recordarlo, no pudo completar su adiós con la camiseta azzurra porque todas las fuerzas desatadas del universo parecieron alinearse en su contra de forma excepcional. Primero anunció su retirada para después de la Copa del Mundo de 2019 en Japón, pero Italia vio anulado su último partido de aquel torneo por la furia del tifón Hagibis. Después, Parisse planeó completar su adiós en el Seis Naciones 2020. No fue posible, porque el coronavirus se llevó por delante todo, incluido el torneo, e impidió de nuevo a Parisse otorgarle a su carrera un corolario adecuado. Después ha ido pasando el tiempo y, al contrario de lo que sucede en el caso de Gales con AW Jones, en Italia el relevo propiciado por Kieran Crowley le ha cerrado la puerta de manera definitiva. Parisse cumplirá 39 años en septiembre y el pasado otoño confirmó que abandonará el rugby al final de esta temporada. El addio a la selección, sin embargo, ha quedado ya para siempre en el aire: la fidelidad a las necesidades de Toulon -su último club vive acuciado para evitar el descenso en el Top14- le ha obligado a renunciar al último tango en Roma.
Francia ha producido lo más interesante de estas semanas: eso es indudable… pero tampoco es mucho decir en uno de los 6N más mediocres de los que tenemos memoria
Ganar el Mundial antes del Mundial. Francia persigue frente a Inglaterra el décimo Grand Slam de su historia: en la versión francesa, Le Grand Chelem. El último lo atesoró a las órdenes de Marc Lièvremont en 2010, año y medio antes de ser subcampeones del mundo en Nueva Zelanda. La tercera línea la conformaban Dusautoir, Bonnaire y Harinordoqy, por ejemplo. Por si alguien tiene a bien establecer comparaciones. A pesar de ese Grand Slam –que vio partidos resueltos con autoridad- poca gente se atrevería a vaticinar que la Francia de entonces -más eficiente que generosa, más prosaica que brillante- iba a empujar hasta el borde del abismo a los All Blacks en el Mundial del año siguiente. En el partido definitivo de aquel Seis Naciones 2010, el conjuntto de Lièvremont venció a la Inglaterra (aún) de Wilkinson por un exiguo 12-10, con drop rasante de Trihn-Duc y tres golpes de castigo pasados por Morgan Parra. Al menos un par de ellos extraídos de una melé en la que Dan Cole pasó una tarde perros, forzado al empuje en ángulo, las desesperadas intentonas de girar la formación (esto nos suena del choque con Irlanda) y peligrosos derrumbamientos castigados con presteza por el árbitro. Los triunfos mayores de Francia -el de este 6N si lo culmina, sumado por supuesto al de los All Blacks en noviembre- siempre ponen a todo el mundo en un alegre modo entusiasta y alimentan el mito del champagne; o, en su versión menos atrevida, el relato de la candidatura de les bleus a la Copa del Mundo, como hemos visto este año. El hecho de que la próxima RWC se juegue en el feudo hexagonal aún incita más a los expertos a proyectar el triunfo como argumento irrefutable de que Francia ha de ser favorita para levantar su primer trofeo mundial… dentro de año y medio. La especulación favorece la narrativa, pero olvida condiciones obvias: para la Copa del Mundo quedan todavía 18 meses por delante. No sabemos cómo estará para entonces ninguno de los protagonistas, incluida la hoy indescifrable Inglaterra o, por supuesto, los hermanos mayores del sur: léanse Nueva Zelanda y aún más la aislada Sudáfrica de los últimos tiempos. Como suele recordar Señarís y sabe Inglaterra, las copas del mundo no se juegan solo contra los All Blacks. Además, antes de la cita mundialista aún se disputará otro Seis Naciones, del que sacaremos nuevas conclusiones y habremos olvidado las de ahora. Y aún entonces seguirá quedando medio año para que llegue el momento de comprobar si esta Francia es o no es lo que con tanta firmeza se nos asegura que será.
En las últimas semanas han quedado sentadas algunas conclusiones que no se contradicen entre sí. El equipo de Galthié aún no es un producto acabado. Y todavía habrá que ver si todos los que hoy tenemos por protagonistas principales acaban o no por serlo a la hora de la verdad. En su favor hay que decir que Galthié ha renovado indudablemente la selección, ensanchado su escuadra y auspiciado la construcción de nuevos líderes. Pero aún tendrá decisiones que tomar. Por ejemplo, la generalizada proclamación de Dupont como mejor jugador del momento, la admiración por Alldritt o la aparición de Woki han permitido que pasara (más o menos) desapercibido el discreto rendimiento de Ntamack. El caso nos recuerda que los estados de forma suponen un factor decisivo a la hora de decidir quién es quién y con qué papel cuando se hace la lista definitiva: basta recordar la limpieza de Steve Hansen pocos meses antes del Mundial 2019 en los All Blacks; o el cambio radical de papel de George Ford, tras un muy largo debate que sigue abierto, en la Inglaterra de Eddie Jones. El torneo también ha mostrado debilidades en Francia, como constatamos cuando, tras un buen primer cuarto de hora contra Gales, ganó el bloqueo. Le costó entender y resolver frente a Italia en el arranque del torneo. Son detalles. Francia ha sido la mejor y ha producido, indudablemente, lo más interesante de estas semanas, pero eso tampoco supone decir gran cosa en uno de los Seis Naciones más mediocres que conserva la memoria. Si se da por hecho que la victoria final no se le va a escapar es porque enfrente tendrá a una Inglaterra errática por demás. La pregunta que habrán de resolver los 18 meses que aguardan antes de la Copa del Mundo es sencilla de hacer, pero imposible de dilucidar con los datos que tenemos a esta fecha: ¿Ha tocado techo la Francia de Galthié o tiene aún capacidad de evolución y mejora? ¿Es tan buena como se nos dice que es?
Francia y el Grand Chelem. Una cosa sí podemos afirmar sin lugar a dudas, porque lo corrobora la historia: Francia no es Irlanda. Puede que el hype con los bleus este año remita al que rodeó a los verdes en 2018, pero el caso de las dos naciones no tiene nada que ver. Irlanda, con panegíricos o sin ellos, nunca ha pasado de cuartos en una Copa del Mundo; Francia ha disputado tres finales. Irlanda tiene tres Grand Slams y, de ellos, dos se produjeron en 2009 y 2018, en medio de la época dorada que los de las four proud provinces han vivido a partir del asentamiento del profesionalismo. El anterior era de 1949. Francia ha repartido nueve desde los años 60 hasta anteayer, como quien dice. Aunque se habla siempre de sus vibrantes 80, la realidad es que el grueso de sus triunfos se expandieron por esos años (1984 y 1987), los 90 (1997 y 1998) y, sobre todo, su mejor década en términos absolutos, la del inicio de siglo: 2002, 2004 y 2010. Los otros dos provienen de 1968 y 1977. ¿Sería el Grand Chelem este sábado un preludio fiable de lo que puede suceder el año próximo? Bueno, hay casos para todo a lo largo de la historia. Escocia ganó su célebre Grand Slam de 1990 y al año siguiente pisó las semifinales de la RWC. Su rival en una ventosa tarde en Murrayfield fue Inglaterra, que la derrotó. La Rosa hizo Grand Slam en 1991 y, tras acabar con Escocia, le disputó a Australia la final del Mundial ese mismo año. En 2003, el equipo de sir Clive Woodward completó el pleno: Grand Slam y victoria planetaria, otra vez frente a los Wallabies y en el jardín de su casa. De Irlanda ya se ha dicho: en 2018 ganó todos los partidos del 6N, además de a los All Blacks… y un año más tarde sucumbió en cuartos, como acostumbra, en la cita de Japón. En el caso de Francia hay algunas coincidencias sospechosas: su Grand Slam de 1987 anticipó la final de la primera Copa del Mundo en Nueva Zelanda; igual que el de 1998 (final perdida en el 99 contra Australia) y el de 2010 (la aludida derrota otra vez contra los All Blacks en feudo kiwi). ¿Seguirá la Francia de Galthié esa secuencia?
Es un formidable negocio, eso sí que resulta (al menos por ahora) indiscutible, pero en el fondo un negocio vacío de su esencia original, que corre el peligro de acabar convirtiéndose en un certamen para turistas: puro ‘sightseeing’ desde el techo descubierto de un autobús
El torneo que no existe. Ahora hablemos del gobierno. O sea, de este Seis Naciones que llaman el mejor torneo del mundo. El asunto es recurrente, pero cada año se hace un poco más obvio. Despojado de sus viejas liturgias y del sabor retro de lo amateur, la estandarización moderna y la exageración gestual (la foto de Escocia con la Cuttitta Cup, esos jugadores de Inglaterra celebrando su triunfo en escaramuzas menores contra Irlanda…), no alcanzan para rescatar un Seis Naciones que vive apresado por un modelo de rugby miope, repetitivo y previsible. No es el hemisferio norte, es el Seis Naciones. Conviene hacer la distinción. En términos competitivos, de calidad o avance del juego, el gran torneo que modeló la memoria de generaciones y generaciones de aficionados viene arrastrándose hace tiempo. Por más que se apele a las tradiciones y a la solera como reclamos, de aquella mística no queda ya ni el polvo del recuerdo. Es un formidable negocio, eso sí que resulta (al menos por ahora) indiscutible, pero en el fondo un negocio vacío de sus esencias originales, que corre el peligro de acabar convirtiéndose en un certamen para turistas: puro sightseeing desde el techo descubierto de un autobús. Funciona porque el relato aún se consume, pero en ese sentido casi podríamos decir que el Seis Naciones se ha convertido en un género de ficción, en el que importa más la construcción de una trama que el juicio severo de la realidad.
Casi todos los años se dicen y se ven las mismas cosas a horas parecidas. Antes de que empiece, que es un torneo inigualable y el más equilibrado de los últimos tiempos (insértese aquí cualquier lapso temporal). Tras el primer fin de semana de partidos, se cantan muchas emociones y resuena la prosopopeya heroica de los críticos. A partir de la segunda jornada la cosa empieza a bifurcarse entre: a) Escocia ha ganado la Calcutta Cup y por fin este año aspira a llevarse el torneo… y b) Escocia sigue sin levantar cabeza y lleva sin ganar desde que se murió el Cinco Naciones. Enseguida, sobre todo si hay un resultado desequilibrado, vuelve la canción del verano: hay que echar a Italia, porque no se sabe ya cuántos partidos llevan esos señores haciendo un papelón. Cambiémoslo por otro que haga un papelón parecido: no se arreglará el problema, pero habremos hecho justicia. Hacia la tercera jornada los debates ingleses han tomado velocidad y anulan el ruido general. Alrededor de la RFU y de su entrenador, el inefable Mister Jones, resuenan los cañonazos y se escenifica de nuevo la batalla de Eddie vs. The Whole World, que en el fondo no es una guerra real sino un conflicto de maqueta, con soldaditos de plomo.
Conforme pasan las semanas, un año más Sexton sigue siendo el referente de Irlanda, no importa cuando lea usted esto. Si el torneo se juega en año previo al Mundial, como dijimos arriba, el guion indica la ineludible necesidad de proclamar un candidato, como si en lugar de deporte fueran unas primarias… A la cuarta jornada asoma la primavera, los partidos de las tres de la tarde acaban en siesta segura y al resto llega todo el mundo sacudiéndose la incómoda sensación de que la mayoría de los encuentros tiende a ganarlos el aburrimiento. Descubrimos que no es que el Super Rugby sea más divertido; es que casi cualquier otra competición es más divertida: sí, desde luego también el Rugby Europe Championship, barramos para casa. Una vez que el suflé se ha deshinchado, en el horno sólo puede quedar Francia, el perejil de todos los guisos cocinados con frases hechas y guarnición de lugares comunes. Los equipos que no han llegado al Grand Slam o a disputar siquiera el título entran en depresión o en guerra civil. Un entrenador se carga a Malins, el otro a Finn Russell, regresa Ben Youngs once again, el de más allá pone de segunda a Charlton Heston en el papel del Cid Campeador… Y es entonces, cuando el aficionado ocasional hace ya rato que volvió a poner el tenis agotado de no entender las reglas del rugby; y cuando el avisado ha quedado modorro frente a la pantalla y tuitea mientras mira de reojo; justo cuando el torneo se va a morir y todos los excesos narrativos han quedado desnudos… entonces la maquinaria propagandística pone en marcha su pièce de résistance, el gran castillo de fuegos artificiales: el Súper Sábado.
El Súper Sábado constituye de un tiempo a esta parte la culminación del cuento con el que el Seis Naciones nos lleva a la cama. Es el punto álgido de su narrativa. Y desde luego este año hace falta un McGuffin de nombre resonante para que se despierte el aficionado, que lleva una semana roncando en forma ovalada, después del soporífero último fin de semana. Las cámaras se disponen, el escenario se engalana y la última jornada se parece un poco a Norma Desmond cuando baja las escaleras de su casona en Sunset Boulevard, con cara de haber extraviado la chaveta y todo el mundo disimulando con gesto conmiserativo. En la habitación hay un elefante: nadie juega a casi nada. Pero no hay quien se atreva a señalarlo de manera rotunda no sea que lo acusen de herejía o, como se hace en la modernidad, lo cancelen. Además, cada tanto surge un Dupont, un Ntamack, un Mack Hansen, un Marcus Smith. Y siempre están a mano las apelaciones a las liturgias, la hipérbole con tal o cual jugador, el Fields of Athenry, los galeses con su Breath of Heaven, los de las gaitas subidos en el alero de Murrayfield y la gente disfrazada en las tribunas como si fuera Carnaval. Con eso hay Seis Naciones para siglos, porque aún puede resultar por momentos emotivo. Pero ya no parece suficiente.
How times have changed…
The England crowd on the pitch after our ‘92 Grand Slam win at Twickenham.
Only way off was being carried.
Apart from Bayf who was walking! pic.twitter.com/XwG55ckD1A— Jason Leonard (@JasonLeonard114) March 15, 2022
Estos días el legendario Jason Leonard, presidente de los British&Irish Lions, campeón del mundo con Inglaterra en 2003, publicaba en su perfil en las redes sociales una imagen del Grand Slam inglés de 1992: en ella se ve al propio Leonard, Dewi Morris y al interminable segunda Martin Bayfield, engullidos y arrastrados hasta los vestuarios por la hinchada que había invadido el césped de Twickenham, para celebrar la victoria sacando a los jugadores a hombros del campo. Es solo una foto, pero tan imposible de imaginar a día de hoy, tan lejana, que sirve para resumir hasta qué punto las apelaciones al viejo sabor del torneo son absolutamente artificiales, interesadas o simplemente tópicas. Nada que ver con la verdad. Nunca le podremos dar la espalda porque es rugby, pero tiene el brillo ceruminoso de un cadáver maquillado. Es como esos monumentos de la antigüedad que después de una inadecuada restauración adquieren un aspecto de cartón piedra. Está pendiente por escribir, como comentamos a pie de bar en el Central de la Complutense con algunos conmilitones, un artículo que recoja la cantidad de verdaderas y espontáneas tradiciones que compusieron durante décadas esa conocida singularidad del mejor torneo… y que hace mucho que se perdieron. Es lógico que hayan pasado: desde luego nadie espera ver a los franceses atravesar la frontera con gallos camuflados en el abrigo para soltarlos en el césped. Pero entonces, no sigamos hablando de lo mismo, como si nada hubiese cambiado; o como si solo cambiara para mejor aquello que nos interesa para el discurso. No nos contemos que el Seis Naciones aún conserva su encanto secular. No. Ni es tradicional ni tiene encanto. No más que otras competiciones, en cualquier caso. Y de rugby, como salta a la vista, le llega para lo justo.
Eso sí, seguiremos viéndolo, aunque nos durmamos antes del descanso en más de un partido; y el año que viene lo esperaremos de nuevo, aferrados a un automatismo antropológico exclusivo de la especie oval. Porque, en el fondo, este será para siempre el campeonato que puso el rugby en nuestras vidas y cada invierno nos invade un afecto de pertenencia del que no podremos nunca despojarnos. Hubo un tiempo lejano en que el final de este torneo nos sumía de forma inevitable en la melancolía. Ahora nos invade la nostalgia al poco de empezar.