A veces, pocas, las leyes administrativas tienen virtudes. Al Central lo protege una de ellas, benévola, que lo declara espacio protegido, histórico y singular. Por eso nos acercamos con la seguridad de encontrarlo como siempre. Invernal, porque las fechas mandan. Pero el mismo.

El domingo fue un día frío y luminoso. España y Portugal se enfrentaban por enésima vez. El cronista, que quiere que los suyos ganen, tiene la sensación de que el resultado es adjetivo. Aunque sea capítulo de rivalidad intensa, más allá de lo nuestro, que espolea a los contendientes. Son jornadas en las que el escalafón inventado por la entelequia que dirige el rugby mundial no cuenta.

[Foto: Nacho Hernández].

Nunca son cómodos para Lobos o Leones estos partidos. A los felinos les faltaba el público, además. No es lo mismo sin él. El aficionado es, con certeza, el único exponente festivo que queda en estas ocasiones, el elemento lúdico por antonomasia, cuando se acerca al deporte con el ánimo debido, por cierto. Así que su ausencia, esperada, clamorosa y preventiva, da a las gradas del tendido de sol el fulgor que los rayos del astro rey les regala. Flaquea ya el último remozado, pero aún retienen blancor suficiente para hacerse notar, huérfanas de gentes que se hubieran citado aquí, como solían.

Alguno suponía, por ahí lo leí, que las restricciones al acceso serían laxas. No lo fueron. Solamente algunos privilegiados se dan cita en el pasillo superior de la grada del bar, antes del introito musical. La prensa acreditada y algunos asimilados que merced a nuestro empeño en contar cosas nos vemos beneficiados por aquel calificativo. Desde el acceso por la Avenida de Juan de Herrera a las mesas frente al bar, el de siempre, cerrado por reforma pero sustituido por barra provisional, apenas unos vigilantes de seguridad, una pareja de policías a caballo y sin labor que comparecen por imperativo legal y algún técnico del vehículo de retransmisiones de la televisión.

[Foto: Nacho Hernández].

Las ausencias (ni algarabía sonora ni colorido de las zamarras de los clubes que hubieran viajado de aquí o allá para ver a la selección) excitan la memoria. Años finiseculares en los que sabíamos cual era, indefectiblemente, nuestro lugar: sobre la pradera junto a los habituales, los del club y demás amigos y conocidos fieles a otros escudos. Mil, mil quinientos a lo sumo, a veces menos, aunque las reseñas (recuadro en página par) del día siguiente  -por caridad, crédulas a piadosas exageraciones- hablaran de algún millar de más. Ni Escocia en mayo de 1995, en tránsito hacia Sudáfrica o la Francia A de Roumat, Lacroix, Gallart, en la primavera de 1988, o el torneo de clasificación para la Copa del Mundo de 1989, la Emerging Australia de John Eales y Jason Little en el otoño de 1990 o los Pumas en octubre de 1992 merecieron público en ninguno de los fondos. Para eso hubo que presenciar las exhibiciones de País de Gales de mayo de 1994 o la de la Australia absoluta de noviembre de 2001, antes del furor clasificatorio que se malogró, como la ensoñación dinástica de los baqueteados Tercios, en Flandes, pero en 2018.

El del domingo, pandemia mediante, semejaba más bien al España v Hungría de 2004 que recordábamos antes del partido, o al España v Portugal, por tomar al mismo adversario, de junio de 2002, clasificatorio para la siguiente ronda (los rusos) del torneo global de 2003. Para el primero predica mendaz una página de la red, cuyas fuentes son sospechosas, la asistencia de 5.000 personas. La cifra parece un comodín. Todo sea por la reputación.

[Foto: Nacho Hernández].

Franqueada la frontera del acceso, nos bendice Helena Lanuza, eficiente y cordial, con el escapulario acreditativo que nos da paso franco al recinto. El mío predica “gradas” sobre rectángulo verde y marcado con el cardinal primero, que libertad absoluta es quimera. Adivinamos las mesas de tribuna de bar y sol y en ellas a nuestra compañía. Saludos efusivos y distantes, novonormativos, perdonen el neologismo. Un año sin ver a algunos de los joviales reporteros es mucho tiempo y prueba del vacío en las competiciones internacionales que no gozan del favor de los fondos de inversión internacional. Pronto se dirigen los que hacen labor televisiva a su refugio en la zona de sombra. Uno de ellos, entonces más joven y sin nociones de alta cocina, jugó en aquel partido frente a Hungría, por cierto. Los demás aún remoloneamos un poco hasta que se anuncia que hay programas a disposición. Alguien me acompaña a reclamar los nuestros, pero me advierte de que están celosamente custodiados por figura faraónica e inamovible de la federación que, receloso, reticente, vigilante del presupuesto, niega dos ejemplares. Mi compañero solo se hace con uno. Con caballerosidad propia de castellano viejo con ribetes de escocés adoptivo -solo para estos menesteres- lo cede para mi colección.

En las gradas, las ausencias (ni saludos ni colorido de las zamarras de los clubes que hubieran viajado de aquí o allá para ver a la selección) excitan la memoria. Años finiseculares en los que sabíamos cual era, indefectiblemente, nuestro lugar, sobre la pradera junto a los habituales

No falta a la cita, en representación de esta casa, un epígono audaz de Daguerre, que firma las imágenes de esta crónica. Camuflado ya con el chaleco que le permite moverse sin trabas por la grada y el campo, para cumplir el privilegio de una afición transmutada en oficio, saluda sin atención. Ya piensa en lentes, tomas, ángulos y posiciones, la mirada sobre nosotros, sin dificultad porque fue un zaguero de envergadura que puede otear por encima de la testa de dos primeras líneas. Nos despedimos hasta el medio tiempo o, subsidiariamente, el final del partido, porque queda poco para ubicarse y atender a lo que nos trae por aquí, como nos advierte el eco del seco sonido de los tacos de los portugueses, que terminan una fase de su calentamiento en la parte superior del complejo deportivo, allí donde crecen plátanos, más chopos y algún álamo que rodean el gimnasio que suplantó a un campo de entrenamiento terroso.

Hace frío cerca de la tribuna, en la zona de prensa. La aplicación meteorológica del móvil marca 10 grados, pero parecen menos. A los lados de la presidencia se sitúan, creo que por vez primera, sendos soportes sobre andamiaje para ubicar a los equipos técnicos de las selecciones, remedo casi cómico de las cabinas acondicionadas que vemos en los partidos de selecciones de ringorrango. Santiago Santos, a la derecha de las autoridades, y Patrice Lagisquet (¡el Expreso de Bayona de la Francia de Berbizier y Lescarboura! que ahora dirige a nuestros convecinos ibéricos) a la izquierda.

[Foto: Nacho Hernández].

Suena más claro que otras veces, las gradas desnudas, el Às armas, às armas! Sobre a terra, sobre o mar de A Portuguesa. Truenan los lusitanos la indignación que resumió, negro sobre blanco, Henrique Lopes contra una de esas indecencias de la política de Albión frente a los pueblos del sur. Qué paradoja, que se entone para festejar un invento de otro británico. La Marcha Real, sin embargo, nos ahorra juicio alguno sobre la educación musical de nuestros jugadores, que en estos tiempos queda en evidencia para los representantes de países con himno letrado.

España ganó y está bien. Que hay grupo, azares de las ligas francesas al margen, es un hecho. Pero eso no es lo más importante… Lo más importante es el regreso al Central

Del partido ya saben el resultado, que esto no es relato de actualidad. 25 a 11, pero dos tiempos bien diferentes. El 6 a 5 (ensayo luso de un extraordinario jugador, Rodrigo Marta, del que ya sabíamos que apunta alto desde que lo vimos en la Copa Ibérica de 2018) en la primera mitad; dos golpes pasados por Güemes, sin ensayos, el XV español, indisciplinado, muchas infracciones, nervioso. Serios, concentrados los portugueses. Batalla de desgaste, con todas las añagazas del catálogo de los primeras veteranos entre Fernandes y Zabala, entre Alves y López, Del Hoyo y Bournonville. Los gestos, las órdenes de nuestro capitán confirmaban lo que veíamos. Los chopos del Central nos explicaban por qué no sufrimos más en esos minutos de desconcierto: el viento contrario a Portugal les impedía acorralarnos en el fortín de los 22 metros.

Además sufrimos una baja sensible, con alarma al principio, pues Alvar Gimeno, el centro valenciano de Béziers, cayó fulminado tras uno de sus feroces placajes y temimos, afortunadamente sin motivo, peores consecuencias. Recompuso Santos las líneas de atrás, Güemes al puesto de Gimeno y Ordás, el bayonés de orígenes leoneses, a la dirección de orquesta. Fue buena solución, porque, asentado el juego y ya en el segundo tiempo, los nuestros volvieron a ser lo que esperamos de ellos, domeñada la ofensiva de la primera línea portuguesa y la delantera en progresión, aunque se defendieran muy bien los visitantes contra el arma que nos ha dado empaque últimamente: el maul de lateral.

Que el horizonte mejoraba para nosotros y se ensombrecía para Os Lobos lo demostraba la agitación de João Mirra y Fernando Murteira, aguador uno -pero técnico de Os Belenenses- y mánager el otro, en la banda, a veces dentro del campo. No sirvieron sus indicaciones, sus órdenes. El XV de España ya se había hecho con el control, se movían con soltura los Goia y compañía (marcas de este, Güemes y Gibouin) y quedó claro que Tomás Munilla y Manu Ordás tienen mucho que ofrecer, nutriéndose de los balones que el domingo les proveyeron Manu Mora (qué intensidad en los 31 minutos que jugó), Gibouin o Zabala (quien compensó en juego abierto lo que sufrió en la primera parte, en la formación cerrada). Que hay grupo, azares de las ligas francesas mediante, es un hecho.

El viento rumoroso entre el pelado ramaje y el sol pálido del invierno nos llevan décadas atrás, al menos a dos de los presentes. Justamente a esa hora en que terminaba el partido y lo hacían nuestros entrenamientos de XV universitario, hora previa al reposo, a las cervezas y viandas (bocadillos y esa pasta espiral con salsa rosada sin naranja ni Worcestershire), entre risas, chascarrillos y planes inmediatos, no más allá, para la mayoría, del próximo partido y de algún parcial que podía postergarse si ese partido prometía mucho. Mucho juego, mucha pasión, mucha vida.

España ha ganado y está bien. Pero eso no es lo más importante. Lo más importante es el regreso.