Puede parecer que estas letras amalgamadas con óxido sean tan oportunistas como carentes de objetividad. No podemos negarlo. Empero, se lo debíamos y no nos atora reconocerlo pese a que el protagonista de este artículo es uno de los técnicos más laureados del rugby español cuando no suma más de 35 primaveras. Y eso, queridos y ovalados lectores de H, es irrefutable por mucho que las emociones, la amistad y la bonhomía del míster puedan nublar relativamente nuestro juicio a la hora de hilar este texto. Hablamos de Diego Merino, entrenador del VRAC Quesos Entrepinares, equipo que hace algo más de una semana puso la guinda a una temporada pluscuamperfecta.

Seguro que conocen los datos tras la final de Liga que el equipo azulón conquistó por octava vez ante su eterno rival y alter ego, el Silverstorm El Salvador, en el estadio José Zorrilla. Póquer de títulos en un año deportivo y el decimotercero (si la memoria no nos traiciona) desde que hace exactamente cinco años la leyenda argentina Lisandro Arbizu y el por aquel entonces presidente del club quesero, José Antonio Garrote, aprovechasen la resaca del título de Liga (el cuarto de ocho en aquellas fechas) para convencer a Diego de que, a pesar de su inexperiencia al más alto nivel, era el hombre idóneo para comandar el nuevo proyecto vallisoletano.

Entre gin-tonics, brugal-cola y otros brebajes que regaron aquel tercer tiempo en la sede del VRAC, Arbizu y Garrote abordaron al jugador, lesionado de gravedad en la rodilla, para hacerle ver que estaba capacitado para llevar las riendas de un equipo que empezaba a acostumbrarse al éxito. Uno, al que algo de perspicacia aún le queda y que en aquella primavera de 2013 compaginaba las tareas de Jefe de Prensa del club con las de redactor-correveidile para la Agencia EFE, le pareció raro tal acecho, tan férreo marcaje. Más aún cuando Merino andaba con muletas. No tenía escapatoria y la noticia la destapamos oficialmente unos diez días más tarde. Diego pasó de esquivar los focos a verse en el centro de ellos muy a su pesar (años antes había preferido negarse a que le hiciésemos un reportaje junto a su hermano, Miguel, cuando ambos compartían vestuario).

Nadie lo esperaba y a Diego le costó colgar las botas y ocupar el vacío que dejaba Arbizu. Tenía 30 años y se veía capaz de regresar a la élite, de volver a rebozarse por el barro en las abiertas, a fajarse en el fragor de la batalla. Pero el destino y el tino del máximo mandatario azulón y el ex Puma alteraron sus planes, pese a que Merino sintiese que le quedaba mucho por bregar y rugby por regalar -sin estridencias, como prefiere- a la parroquia de Pepe Rojo. El resto es una historia de éxito, de trabajo insondable y amor por el club que amamantó su enfermiza pasión por el balón oval.

Bendita locura que algunos conocíamos desde hace mucho tiempo, porque Diego Merino contribuyó, junto a otros amigos y jugadores, a descubrirnos las bondades del oval. Compartimos recreo, pupitre y salidas nocturnas y, como es evidente por estas líneas, somos amigos desde la más tierna infancia. De ahí que apelemos a la indulgencia del lector ante la falta de imparcialidad. Pero así nos late. Y es que Diego, alias Meri, se lo merece. No solo por lo que ha cosechado y por cómo lo ha hecho (nadie regala nada y menos en el deporte de élite), sino por sus cualidades humanas encerradas en un rostro que, aunque aparezca hierático o enfadado delante de las cámaras, esconde ilimitada auto-exigencia, pundonor, humildad y ciertas dosis de timidez que ha ido derribando, como todos los retos que se ha marcado: ya fuese a la hora de reponerse de las lesiones o varapalos como las derrotas, que también las ha habido, y dolorosas.

Fueron alrededor de cinco meses los que trabajamos codo con codo antes de embarcarnos en la aventura de nuestra vida rumbo Sudáfrica. Días en los que Diego Merino nos enseñó su vasto conocimiento rugbístico, su metódica laboriosidad y su capacidad para hacer de poli bueno y poli malo al mismo tiempo para, de este modo, ganarse el respeto del vestuario por mucho que en él habitasen amigos y ex compañeros. Cuestión para nada baladí y que hoy, cinco años más tarde, y desde la distancia, nos parece patente al ver en las redes sociales hashtags como #Merinismo como filosofía de vida o pancartas en el estadio que rezan “The Special One”. Muestras evidentes de que su legado va más allá de los títulos levantados.

Y así es, Diego es especial por mucho que le gusté acomodarse en el segundo plano, lo que no quiere decir que se muerda la boca cuando algo le desagrada. Por ello, ahora que conseguimos despojarnos del pavor al folio en blanco, regurgitamos la vergüenza por no haber acabado aquella entrevista realizada en una cafetería anexa a su casa, tres días antes de volar a Sudáfrica. Todo fruto de una abochornante desidia. No obstante, nada es en balde y, al tiempo que revisamos aquellas ininteligibles notas, los retales de su ideario cobran mayor vigencia.

Un libro de estilo que dejó claro desde el principio y que reposa sobre varios pilares. Una preparación física exhaustiva combinada con entrenamientos dinámicos y diseñados para que el jugador reconozca inmediatamente su relevancia de cara a la puesta en escena. La cual sigue ahondando en la filosofía del club de practicar un rugby vistoso y veloz, con transiciones a la mano, pero que no desdeña la importancia de poseer un paquete de delanteros arrollador y dominar las fases estáticas si mediante este trasunto se obtiene la victoria, al fin y al cabo lo realmente importante.

Los jugadores del VRAC celebran el título de Liga logrado en Zorrilla.

Como dijo Luis Aragonés, “las finales no se juegan, se ganan”… Y de ahí que, aunque su modus operandi sea siempre el mismo, introduzca pequeñas modificaciones en virtud del contrincante o la situación de juego si así lo requiere. Ya lo avanzó en su presentación el por aquel entonces director Deportivo del VRAC Quesos Entrepinares y ex entrenador del primer equipo, Miguel Velasco Miguelón: Merino es “un estudioso enfermizo del rugby” y el vídeo es una herramienta innegociable, ya sea para analizar a los adversarios o para revitalizar sus conocimientos con las tendencias ovaladas de todo el mundo.

En lo que concierne a la configuración de la plantilla, el técnico vallisoletano ha sabido aunar las contrataciones de jugadores foráneos, de indudable calidad y comprometidos en su mayoría al cien por cien con el proyecto, con la promoción de la inagotable cantera del VRAC Quesos Entrepinares. Así pues, no le ha temblado el pulso a la hora de otorgar galones a zagales que años atrás se batían el cobre en las categorías juvenil o cadete.

Mimbres todos ellos que, unidos al infatigable y altruista esfuerzo de toda la familia del VRAC -desde la junta directiva a los recogepelotas-, han conseguido que, y como él nos comentó el mismo sábado por Whatsapp tras ganar su cuarta liga y decimocuarto título como técnico (4 ligas, 3 Copas del Rey, 5 Supercopas de España y 2 Copas Ibéricas), “lo extraordinario se haya convertido en ordinario” y la exigencia sea “cada vez mayor”.

Para él lo es y convencidos estamos de que ya piensa en la próxima temporada, en cómo sostener el excelso nivel acumulado y seguir contribuyendo al desarrollo paulatino del club y del rugby patrio. Lo hará a buen seguro sin delirios de grandeza, dado que es consciente de que en el deporte, como en la vida, la gloria dura un telediario y, como decimos en Castilla, el movimiento se demuestra andando.

Merino no se quedará quieto. Jamás. Solo lo ha hecho cuando las lesiones le secaron y, aún así… no le dejaron.

P.D.: A pesar de que estas letras se centran en la figura de Diego Merino, los éxitos recientes del  VRAC se sustentan en el trabajo de mucha gente que, por amor al rugby y a unos colores, han mirado y mirarán de frente a las adversidades con imaginación, integridad y tesón. A todos ellos, gracias.

[Foto de portada: Juan Carlos Rodríguez Ramos].