Un aspecto importante de la retirada del rugby es la negación. Es decir: hay que negar siempre que uno ha dejado el rugby. En psicología, la negación arrastra muy mala prensa. Pero, en el caso que nos ocupa, resulta absolutamente necesaria para nuestro prestigio público y equilibrio personal. De otro modo sobreviene el trauma. La otra tarde me crucé con un conocido y, como suele hacer casi todo el mundo, me inquirió: ¿Aún sigues jugando al rugby? La frecuencia de la frase, que parece encerrar un simpático desafío compartido, me indica que hay una expectación al respecto. Y yo, ufano y sin asomo de duda, afectando un comprensible tono de ofensa, respondí: «Pues claro que sigo. Precisamente el otro día…».

gareth_chilcottmain

Nuestro ídolo Chilcott, un hombre con aspecto de veterano desde que tenía 15 años, aprox.

El relato que da continuación a los puntos suspensivos se lo ahorré, salvo en lo esencial: «Precisamente el otro día nos fuimos a Bilbao a jugar un torneo». De veteranos, agrego ahora. El matiz no es raro. Lo raro no es irse a jugar un torneo de veteranos, cosa que a determinadas edades puede suceder con relativa frecuencia. Lo raro es volver. Volver vivo de un partido de veteranos, se quiere decir. Porque sabemos bien que, cuando uno accede a integrarse en uno de esos colectivos lúdico-festivos que se hacen pasar por el equipo de veteranos del club, está en realidad asomándose al borde de un precipicio.

De primeras, a media distancia, todo parece normal. ¿Qué podría haber más natural que querer seguir jugando al deporte de tu vida con la gente de toda la vida? De vez en cuando, tres o cuatro partidos al año; nada que vaya a incomodar la densa trama que propicia la santa institución y sus consecuencias. Un poco de rugby, de cuando en cuando. Para estirar los músculos. Para salir un rato de casa y reencontrarte con algunas de las coordenadas que han dirigido la existencia: el balón, un rectángulo verde, dos palos en hache, un ministro de la ley al que también podríamos llamar árbitro, un horario de partidos, algunas reglas inciertas… Todas esas cosas. Y los factores de corrección: las reglas adaptadas, los pantalones de colores, las melés blandengues… todo pensado para compensar esa discapacidad que llamamos edad.

Dicho así, el plan suena inocuo. La diferencia es ésta. Los promotores, los participantes de estos aquelarres, son en efecto una conjunción de hombres que, a la vista de sus comunes atavíos, se dirían equipos. Equipos de rugby. Pero que en realidad son otra cosa. Algo que tiene tangencialmente que ver con el rugby. Su lado más oscuro, claro. Lo que se va a reunir en el campo no son tanto un grupo de veteranos jugadores de rugby que quieren seguir pasándoselo bien. Jugar por jugar. Ver a los amigotes. Pasar un buen rato. Eso es lo que dicen. Su previsible evolución, sin embargo, los anuncia como lo que en realidad son. Somos. Esto es: una recua de animales atardecidos; una cuerda de condenados que aspiran a refutar el tiempo a barrigazos; una vociferante reunión de caballeros de la orden tabernaria.

El arco dramático de la tarde-noche-madrugada de una ocasión así tiene varias fases, igual que la borrachera. Como dirían Les Luthiers: «¡Caramba, qué coincidencia!».

Fase 1 ¡Vamos a Florida!

Todos los clubes del mundo tienen a sus veteranos. A veces, esos veteranos organizan un equipo. A veces, menos veces, ese equipo se comporta de un modo plenamente funcional y comprometido: acude a partidos, organiza giras, sus miembros viajan en familia y visten polos conmemorativos de gozosa uniformidad… Otras, la mayoría, un equipo de veteranos constituye un colectivo incierto cuyo poder de convocatoria resulta cuando menos voluble. Si los llamas para un partido para el que ha llegado invitación de algún viejo rival, cuesta juntar más de una decena que aseguren su presencia con el plazo suficiente. El resto alegan una agitadísima vida familiar y no digamos profesional, que prácticamente los tiene reos de obligaciones ineludibles incluso a seis meses vista. Ahora… si por una casualidad a esos mismos tipos los llamas para montar una cena mañana por la noche en el local de la sociedad gastronómica (otra tapadera) en la que uno de ellos anda metido, abandonan esposa y descendencia y se presentan no menos de 35 al grito de: «Lo que sea por el club». No falta el que exhibe insignia corporativa o incluso corbata con escudo. El presidente, por razón de su cargo, les afea la conducta en los foros internos del club: «Solo piensan en comer». Ellos no hacen caso. Cuando a lo largo de la lifara han repasado todos los partidos legendarios que algún día jugaron, las fases de ascenso que acabaron en hazañas deportivas o psicosociales, los rivales que llegaron a hacerse un nombre en el equipo nacional…. cuando el nivel etílico burbujea espeso en los cerebros como alubias en la cazuela, entonces alguien se anima: «¡A ver si un día montamos un partido contra los veteranos de algún equipo!». Y todos asienten y alzan las copas al aire con gran prosopopeya: «Sería cojonudo, hay que hacerlo…». Comisionan a un tipo que tiene contacto con fulano o mengano de aquí o allá, y el proceso se pone en marcha. Se emocionan como si tuvieran que saltar al campo en ese mismo momento. Ah, el olor del verde, el olor del verde… Y el sonido de los tacos en el vestuario. Ufff, la carne de gallina se me está poniendo… pásame el Macallan. En ese momento jugarían lo que fuera. En ese momento se irían, si fuera preciso, a desayunar a Florida. La cantidad de partidos de veteranos nonatos que se han jugado en sociedades gastronómicas es incontable. El bucle se repite con frecuencia como mínimo semestral.

Fase 2. El grupo

Entonces, unos meses después, una tarde cualquiera, vibra el teléfono móvil. Aparece en pantalla un globito anaranjado de notificación y, al pulsar en él, la constatación de que el drama ha tomado forma: el comisionado de aquella cena que ya olvidaste (la habías olvidado al levantarte al día siguiente, de hecho) acaba de unirte a un grupo de wasap en el que se va a dirimir la organización y reclutamiento del partido al que hemos sido invitados. Un torneo, esta vez. Triangular, agrega. Uno va a comprobar los miembros del grupo y la nómina justifica el horror. Pero también un pérfido cosquilleo que anuncia que ahí, en contraste con los grupos de padres del colegio, los del equipo de baloncesto de la niña, el del departamento en la empresa, el de salidas  en bici los domingos, el grupo de la cofradía, el de los antiguos alumnos y sus cenas aniversario, el de los dueños de perro que pasean el bicho a la misma hora que tú en el parque e informan de multas y señuelos venenosos para los canes, el de la diabólica comunidad de vecinos, el del Master que estudiaste y que lleva inactivo tres años y medio, los tres o cuatro del club… Ahí, decíamos, en contraste con toda esa inanidad, ahí hay un grupo en el que sabemos, lo sabemos, que van a pasar cosas. Cosas que tal vez serán contadas años más tarde por los herederos de nuestros dorsales en el XV del club. Cosas puede que inconfesables. Cosas, en definitiva, que nos van a gustar.

La melé en los torneos de veteranos, según interpretación crepuscular de algunos conspicuos primeras.

La melé en veteranos, según interpretación crepuscular de algunos conspicuos primeras.

Fase 3. ¿Se puede placar o no se puede placar?

Las conversaciones en el grupo darían para un libro completo. Las hay abiertamente disfuncionales, como es lógico dados los concurrentes. A veces se habla de rugby… pero enseguida llegan los primeros vídeos virales. La evolución de los contenidos es previsible. Aquí no se comparten vídeos de gatitos. El porno no tarda en hacer acto de presencia, porque un grupo de wasap siempre es otra forma de tensión sexual no resuelta. Y no es un porno cualquiera, porque todo el mundo asume que los concurrentes son consumidores habituales y con un criterio avanzado al respecto. Por tanto, hay que mostrar manifestaciones extremas de tales categorías humanas. Una vez agotadas las señoritas, comienza la fiesta de la testosterona y las cumbres del pensamiento humano. Ahí vienen educativas imágenes de parafilias y luego ejemplos de interesantes taras mentales. El circo de la diversión viral: peleas de rusos, combates de valetudo, moteros a 300 por hora esquivando coches como en una consola, un vídeo de cómo desollan cadáveres en la morgue de una república ex soviética… Y, en medio de todo eso, cualquier día una disonancia que agarra a todos a contrapié: aquel veterano que se hizo árbitro adjunta un PDF -que nadie abrirá, claro- en el que explica las normas EGOR y otras perversiones. La discusión sobre las reglas con las que se jugará el partido provocan encendidas discusiones y tomas de postura extremas. Primeras líneas que se anuncian decididos a no viajar cuando se enteran de que no se disputan las melés. Dudas sobre si se puede patear solo por detrás de 22, por delante, si vale sacarla a la touche… Y, por encima de todas, la pregunta clave. Pregunta que se repetirá, incluida su respuesta, en innumerables ocasiones, hasta el mismo terreno de juego y una vez ya comenzado el partido: pero entonces… ¿se puede placar o no se puede placar?

Fase 4. ¿Le habéis dicho la verdad al chófer?

El caso es que se puede placar, PERO. El pero provoca una nueva ristra de protestas. Se puede placar, confirma alguien en una imposible tentativa de poner orden… salvo a los señores con pantalones de tal color. Color que no recuerda y que nadie tiene intención de memorizar. Aprovechando la confusión, vienen recomendaciones ventajistas: «La solución es placar todo lo que se mueva; y, si acaso, luego el árbitro ya te aclara si se podía o no…». No hay que ponerse ordenancista con un juego así, seamos claros. Y, además, puede que en el Golden Oldies todo esté muy bien organizado y opere con plena eficacia un protocolo de uniformidades y reglas cromáticas. Pero en la vida real, la nuestra, no es seguro que todo el mundo vista igual a la hora de saltar al campo. Los anfitriones lo hacen, seguramente porque se sienten obligados a la ejemplaridad. El resto, suerte habrá si todos se llevan la misma camiseta de juego. Aunque en nuestro equipo quedó muy claro cuál había de ser el polo de viaje, cosa de dar una cierta apariencia, a la hora de la verdad el protocolo lo respetamos cuatro y el resto se presentó como bien le vino. Incluido el organizador. El presidente acudió al pie del autobús a darnos su bendición con gestos de normalidad institucional. Y así partimos, todos bien ordenaditos y con un comportamiento señorial, conversaciones a media voz y bromas de buen gusto, para no asustar al chófer antes de hora: ya tendrá tiempo de darse cuenta de que a la ida transporta personas; y a la vuelta, ganado. Bóvidos convertidos en vejigas inflamadas, que necesitan una parada cada pocos kilómetros. Asaltadores que vacían de cerveza los frigoríficos de las estaciones de servicio, lo mismo les da el formato, la elaboración, el color, el grado y las técnicas de fermentación. Gente que gravita en torno a un razonamiento enfermo: cuanto más tardes en dejar de beber más se aplaza la resaca. Para llevarte a jugar al rugby no vale cualquier chófer. Necesitas, como decía la cancioncita, que sea conductor de primera. O sea, de la primera línea, más o menos.

5. Campeón de comer albóndigas

El viaje lo amenizamos con la recreación de antiguos mitos y leyendas del club, discusiones teóricas acerca del rugby licra, el consabido diagnóstico de muerte de las melés por falta de talonaje y los últimos sucedidos en la vida social del club: si alguien ha entrado o salido de la cárcel, infidelidades de notoriedad pública y hazañas variadas. En esta ocasión se ganó un fuerte aplauso nuestro segundo centro -e incipiente tercera-, que a finales de este verano se proclamó flamante campeón del concurso de comer albóndigas en Tabuenca, un pueblo de la comarca, con una marca de 54 bolas de carne de 25 gramos pieza, con la siguiente composición: magro de cerdo, harina de soja, pan rallado, pimienta negra, sal, ajo, perejil y algunos conservantes y antioxidantes que, sin duda, habrán de contribuir a la longevidad competitiva de nuestro muchacho. No recuerdo el tiempo de su récord porque las carcajadas y comentarios ad hoc hicieron imposible escuchar el final del relato. Lo felicitamos emocionados por haber superado la legendaria marca de Cool hand Luke.

Los viajes en este tipo de comitivas se pasan ligeros. A la ida todavía se producen, por momentos, algunos amagos de conversaciones que podríamos decir de nivel adulto. A la vuelta serán imposibles, reducidos todos los impulsos a la verborrea corporal propia de las edades de formación. Es la eterna adolescencia del rugby. Hicimos un par de paraditas técnicas para recoger viejos conmilitones de la diáspora (la ruta no la autorizaría ningún gps con dos dedos de frente) y paramos a almorzar en una estación de servicio en la que armamos una lifara muy de deportistas de élite. Ahí nos acordamos de aquel partido en una fase de ascenso en Mungia. Uno de esos sábados agosteños de mayo, cuando de repente un día se declara el tórrido verano en mitad de la primavera. El club había previsto una comida frugal para no cargar los vientres, pero en cocina no lo debieron entender bien. Nos pusimos como el tenazas. Y hasta nuestro medio melé -un veterinario compacto de barba recia y cabeza afeitada- se coló en el lunch de una boda que se celebraba en el establecimiento. A pesar de que su indumentaria -bermudas de campaña y camiseta de tirantes, con sandalias- era más propicia para un concierto de Manolo Kabeza Bolo, y pese al violento contraste con los cuidados ternos de los invitados, allí  nadie notó nada y aún logró hacerse con algunas croquetas y montaditos. Desde luego con nuestro aplauso.

Esta vez -y volvemos al viaje de los abuelos- el menú era aún más violento y desordenado que aquél de la tarde en que arrastramos por el campo de Mungia la barriga de una digestión al sol. Para Plencia, que está ahí al lado, nos presentamos con tartera de salchichas con tomate, taja de jamón a discreción, tortillas de patata sin número, empanadas gallegas, tres ruedas de longaniza de Graus, un bocadillo comunal de tortilla de chorizo, macro fiambrera de tallarines con tomate y tres brazos de gitano para redondear. Todo regado con vino aragonés al alto: es decir, gesto porrón pero con botella. Lo que produjo edificantes estampas de atardecidos segundas líneas empinando el codo con inmarcesible prestancia y sin perder una gota de oro negro. Los cafelitos se tomaron en el establecimiento. Y ya una vez reducidos los aires y con la lógica compresión de los cinturones, enfilamos en denso silencio pre partido la última etapa hasta el campo de juego.

6. ¡No hay medio, no hay medio!

En esos kilómetros definitivos afrontamos un asunto que había flotado en el ambiente desde que alguien, a la salida, hizo una posible alineación y reparamos en que no teníamos ningún medio de melé cualificado. Naturalmente, nadie le dio importancia y hubo comentarios deliberadamente peyorativos. Cosas como que de medio de melé juega cualquiera con un poco de pase; o el muy asambleario «el que esté fuera del ruck, que la saque y listo»; o «el que pase por allí cerca que la levante». Los gordos cabeceamos asintiendo y convinimos en que el medio de melé, pese a su proximidad geográfica o tal vez por eso, era el tipo más prescindible del equipo. Claro, claro… «Bueno, y los alas…», apuntó alguien con ganas de debate. Cruzamos opiniones. Hubo quien decía no recordar jamás quién jugaba de ala en sus días. Normal: un tipo rápido, bajito y con un peso inferior a los 75 kilos, en muchos casos, es una invitación a la desconfianza. Cuesta aceptar que forme parte del mismo equipo de mastuerzos con el que te duchas. En fin, que no había medio melé. La cuestión, en efecto, quedó una vez más en suspenso. Lo haría hasta el mismo comienzo del partido. Y aun después. Después preguntamos al que se había encargado y no quiso confesar que había sido él: «A mí no me miréis, yo solo he levantado un par de balones». Es comprensible esta actitud elusiva: nadie quiere que lo confundan con uno de ellos. Nos miramos en silencio y al respecto quedó declarada omertá.

7. La Hermandad

Dimos con el campo no sin antes estar a punto de meternos en tres o cuatro que no eran. Aún no habíamos bajado del autocar y ya nos recibió un hombretón de sonrisa torcida por la temprana ingesta: «Yo ya voy tajao«, advirtió. «Si puedo, ni juego oyes… que corran los jóvenes y yo miro desde aquí». Y señala la barra. No es declaración baladí cuando vas a jugar un torneo de veteranos. «Un clásico segunda», advierte alguien por lo bajo. Todos sabemos, sin embargo, que luego va a estar en el campo, con todas las consecuencias. Jugar al rugby tajao no deja de ser una experiencia vital. Para uno mismo y para los de enfrente y alrededor. Hermoso terreno juego. Primeros jugadores que llegan. La cordialidad simpática de los saludos iniciales.

La escena se hace hermosa. No nos conocemos de nada, pero somos hermanos. Hermanos de la hermandad, la vieja hermandad oval. Las fotos iniciales, el todos juntos ahora, las bromas de ese vestuario que se parecen sospechosamente a las bromas de este nuestro vestuario, los «ya nos dejaréis un par de jugadores si os sobran, que hemos venido trece»… Risotadas, palmetazos, flashes de esposas que disparan la foto a 50 metros para que entremos todos en cuadro. Todo fenomenal. En ese momento nos obligamos a una suspensión de algunas leyes naturales en el juego y en la vida. Como si todos fuéramos amigos para siempre y nos dispusiéramos a bailar una jovial sardana, en lugar de jugar al rugby. Como si no supiéramos de qué va el rugby.

Oldies neozelandeses ensayando la touche: los kiwis, siempre un paso por delante.

Oldies neozelandeses ensayando la touche: los kiwis, siempre un paso por delante.

8. El horror, el horror…

Mientras sonreímos y nos cambiamos en el mismo vestuario con otro de los equipos visitantes, crece esa conocida sensación que, como un buen desodorante, nunca te abandona: el olor del napalm por la mañana. Alguien recita entre dientes a Kilgore: «¡No encontramos un solo cadáver de esos amarillos de mierda!». Y otro a su lado, mientras se ajusta las viejas botas, replica: «Aquella colina olía a… -pausa dramática y gestos de histrión con la boca- a victoria». La reunión comunal con el árbitro -repaso de reglas adaptadas- confirma que el tipo se lo toma en serio. Tiene sus razones. En cierto modo, él sabe tan bien como nosotros cómo va a terminar aquello. Porque todos hemos estado en un tocata que pasa a placata y al final acaba en la peor versión híbrida entre el código 13 y el 15. Así que esta afabilidad es impostada. Lo resumiré de una manera: en un torneo de veteranos puedes morirte de la risa… y de las hostias. Porque, sí, no se disputan las melés… pero lo demás se disputa todo. Y quienes juegan no han practicado del todo -o prefieren evitarlo- el aggiornamento de las reglas. Así que en cuanto un hombre va al suelo se produce una peligrosa paradoja temporal: fuera de la abierta estamos en 2016, con todas sus consecuencias, pero ahí abajo enseguida se retrocede a 1985. Por poner un año. Y, como es natural, la frecuencia de esas peleas de perros en el reciclaje del balón crece; y con cada una de ellas se va adensando el ambiente y quien más quien menos toma notas y se emplaza para la venganza del reencuentro en la siguiente esquina oscura del ruck.

Y así pasa lo que pasó en nuestra alegre cuchipanda. Que en la (dígase) final del triangular, los límites empezaron a volar lo mismo que los codos cruzados. Aquí el cronista se comió uno, lo que no impidió el agarre y derribo de la presa. Al llegar al suelo, nos quedamos mirando y, como con arrepentimiento, el otro me dijo: «Igual me he pasado, ¿no?». Le contesté que me había parecido bien. Habíamos anotado por el ala y durante unos minutos los tuvimos encima, cargando alrededor de la línea de cinco y nosotros defendiendo la marca como si fuera la puerta de casa. El árbitro advirtió que aquello se estaba poniendo cremosito cuando hubo zapateado en la espalda de un caído a la entrada de otro ruck. Declarado el estado de emergencia por las autoridades, por fin salimos del asedio sin rendir la plaza. La contra tomó velocidad y a la altura de medio campo hubo un placaje. Y, en la caída, un limpio puñetazo del portador del balón. «Si seguís así lo paro», amenazó monsieur. Firmamos una tregua en la siguiente melé (lo que duele tener que decir esto) y alguien propuso: «Venga, va… vamos a jugar al rugby». Y todos nos miramos como diciendo: «¿Es que no era así como se jugaba?». Un rato antes tuvieron que llevarse en ambulancia a uno con tendencia a sufrir lesiones de cuello. Eran augurios, no… una especie de cuervo negro que revoloteaba la plácida tarde. Estuvimos tanto rato parados que hubo quien se largó directamente al bar. Pasado el susto, siguieron los palos. Esta gente ha visto demasiadas cosas. Tras el episodio del puñetazo y el imposible armisticio declarado en la melé, en el siguiente balón el árbitro tuvo la clara evidencia que necesitaba para tomar una decisión. La entrada en el ruck incluyó todas las formas de violencia gratuita imaginables en el juego: «Ya no os importa a ninguno la pelota -anunció con tono admonitorio-, así que vámonos a beber». Y chifló el final. En un momento recuperamos los valores, nos abrazamos como novios y hubo sucesión de pasillos y corredores. En la ducha las lumbares comenzaron a anunciar el drama que se venía los próximos días (varias jornadas con dificultades para abrocharse los zapatos). Y comenzó la fiesta, con cerveza artesana que no había quien pasara para abajo hasta que te habías bebido cuatro pintas. Luego ya entraba sola. Aquello, ya lo sabíamos, iba a durar lo suficiente como para que el chófer se arrepintiera públicamente del día en que decidió sacarse el carnet de conducir autocares. «Está descansando», dijo alguien cuando empezaron las preguntas sobre su paradero. En algunos momentos de la larga melopea lo imaginamos acurrucado en ese sueño al que obliga el tacómetro. Y con una sonrisa malvada pedíamos más jarras y espirituosos.

El torneo lo ganamos sin encajar un solo ensayo. Hay algunas fotografías de lo que allí ocurrió que es mejor no mirar. Al final de la cena el segunda guaja contó una serie de chistes para la concurrencia. Cantamos a la orilla de la ría, en los bares, por las esquinas y a las puertas de la cocina del restaurante. Los éxitos de siempre. No recuerdo el viaje de vuelta. El grupo de wasap lleva semanas en silencio y nadie ha hecho comentarios al respecto. Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas…