El autor del texto que les traigo pertenece a la cofradía de los que hubiéramos pactado con el Diablo para escuchar Hen Wlad Fy Nhadau desde el césped del Arms Park. Lo cierto es que él, a diferencia de mí, hubiera tenido bienes suficientes con los que tentar al propio Satán. Una voz memorable, un atractivo universal, una lista de conquistas que haría llorar de envidia a Casanova y una capacidad para el exceso descomunal. Y además jugaba al rugby, y lo hacía bien. Uno de esos tipos como los que te gustaría ser de mayor, y que encima te caen bien, con los que te puedes imaginar destruyendo un bar en las Alpujarras después de una juerga de tres días o cargando contra un búnker en Tobruk. Probablemente, en la mal llamada vida real era aún mejor de lo que fueron sus películas y obras de teatro. Espero haberles presentado a un nuevo amigo, y les dejó con… 

‘Mi último partido’

Me resulta difícil saber por donde empezar con el rugby. Provengo de una familia minera galesa, fanáticamente enamorada de ese deporte; sé tanto y he leído tanto sobre él; he escuchado con placer tantas gigantescas mentiras y exageraciones fabulosas a las que he contribuido en no poca medida; cinco de mis seis hermanos son jugadores -uno de ellos de cierta distinción… Incluso conozco a una mujer galesa, de Taibach, que antes de los partidos de casa contra Aberavon pateaba drops con ambas piernas desde 40 yardas para entretener al público. Recuerdo que se llamaba Annie Mort y calzaba unos sólidos zapatos, de esos que en los libros describen como “llenos de sentido común”, aunque el receptor de una patada con los zapatos de Annie Mort habría estado no tanto lleno de sentido como completamente sin sentido. Incluso sé de un tipo al que llamaban Carambola a Cinco Bandas que ganó la sexta repetición de la final de un torneo (los cinco partidos anteriores terminaron con un tanteo de 0-0-0, incluidas las prórrogas) lanzando el balón con la mano sobre la barra desde la base de una melé y reclamando la transformación, gracias a la densa niebla. Y se la dieron. Lo que es más, conocí a gente como un apertura manco -perdió el brazo en la Primera Guerra Mundial- que jugó con brillantez asesina para Cwmavon durante años cuando yo era un niño. El fulano éste era particularmente experto en detener a los delanteros que salían desde la touche con un devastador golpe de su muñón, duro como el hierro, mientras les abrazaba con el brazo bueno. También utilizaba la desacertada compasión que inspiraba a los inocentes jugadores visitantes que no jugaban contra él con la misma intensidad que lo hubieran hecho contra un hombre con sus dos brazos como un señuelo para llevarlos a la conmoción cerebral y otros daños orgánicos. Aprendían rápidamente, o se les enseñaba después del partido, cuando se habían recuperado lo suficiente de las atenciones de Jimmy como para entender la palabra hablada, que jugar blandito contra Jimmy el Manco era prácticamente lo mismo que tenderse en una tumba recién abierta y esperar a que empezaran las paladas. Hubo mucha gente que jugó despreocupadamente contra Jimmy y murió repentinamente nada más cumplir los cuarenta. Eran enterrados solemnemente, con todos los honores de ordenanza, mientras sonaba una versión lenta de Sosban Fach. Se dice que el director del coro en estas tristes ocasiones era visiblemente manco, pero puede que sea otra exageración.

He jugado al rugby en equipos federados desde los diez años hasta que, los que me pagan por hacer lo que hago, que es actuar, insistieron que el seguro no cubriría mis encuentros con ciertos equipos temibles

Como ya he dicho, me resulta difícil decidir por donde empezar así que empezaré por el final. Dicen que los últimos serán los primeros, así que voy a contarles el último partido que jugué.

He jugado al rugby en equipos federados desde los diez años hasta que, los que me pagan por hacer lo que hago, que es actuar, insistieron que el seguro no cubriría mis encuentros con ciertos equipos temibles, de valles sin salida, que tendrían poco o ningún respeto, incluso una flagrante falta de respeto, por lo que me complazco en llamar mi cara. «¿Que pasaría si fueras lo suficientemente desgraciado para encontrarte atrapado en medio de un maul?» me decían con sus voces llenas de dólares. Dado que mi cara ya era internacionalmente conocida y me pagaban, quizá en exceso, enormes cantidades de dinero por su estragado aspecto, los tipos del dinero expresaron su deseo de mantenerla en ese estado. Aparte de ese impulso de preservar mi belleza natural, la continuidad se vería afectada -me decían- si mi nariz estuviese recta el viernes para el plano medio, y el lunes se encontrara apuntando hacia mi oreja izquierda en el primer plano. Millones de jadeantes fans desde Tokyo hasta Tonmawr se extrañarían, me dijeron. Así que, desde ese día, hay una cláusula en mis contratos que me prohíbe volar en mi propio avión, esquiar y jugar al rugby football, de lo que se deduce que estaría bien luchar con un tigre de bengala a cinco mil kilómetros de casa, pero no jugar, digamos, contra Pontypool en casa. Acabé por decidir que sus argumentos tenían cierta validez después de mi último partido.

Jugamos contra una aldea cuyo nombre sólo conocen sus habitantes y unos pocos masoquistas lisiados que babean silenciosamente en los rincones de algunas cocinas. Una aldea minera con toda la belleza natural de los valles de la Luna… y tan acogedora como ellos, con un equipo compuesto casi en su totalidad de mineros del carbón. Hacía cuatro o cinco años que no jugaba pero estaba en una forma razonable, creía yo, y los adversarios estaban últimos de tercera división y era razonable pensar que podíamos derrotarles. Excepto, por supuesto, en su propio campo. Debí haberlo pensado antes, debí haber tenido presente que éste era la clase de equipo que, hacia el final del partido, te hacía tener el motor del bus en marcha cerca de la línea de lateral, por si ganabas y tenías que huir para salvar la vida.

No estaba particularmente nervioso antes del partido hasta que, a pesar de que iba disfrazado con una gorrita y que todo el mundo había jurado guardar el secreto, oí a alguien del otro equipo preguntar “Le ma’r blydi film star ‘ma?” (¿Dónde está la puñetera estrella de cine?) mientras saltábamos al campo. Mi tapadera, como dicen en las historias de espías, había saltado y los problemas iban a ser mi sombra (no había otra ya que no había sol, de hecho se decía que el sol no salía allí desde 1929) y el fin de mi carrera iba a ser la sombra de mi sombra durante los próximos ochenta minutos, más o menos. Era el partido equivocado para mí. Sobreviví sin nada roto, excepto mi espíritu, ya que la actitud de los contrarios se podría resumir en palabras sencillas como: ¿A quién le importa la puñetera bola, dónde está el puñetero actor? Palabras fáciles de comprender para todos.

Hay una cláusula en mis contratos que me prohíbe jugar al rugby football, de lo que se deduce que estaría bien luchar con un tigre de Bengala a cinco mil kilómetros de casa, pero no jugar, digamos, contra Pontypool en casa

Entre otras cosas, en ese momento yo estaba representando Hamlet en el Old Vic. Después del partido, y durante unas cuantas representaciones, me vi forzado a interpretarlo como si fuera Ricardo Tercero. El castigo que sufrí fue inadvertidamente agravado por el libro de memorias de Bleddyn Wylliams con el cual había jugado, más poco que mucho, en la RAF. En la página 37 de ese volumen, el Sr. Williams fue lo suficientemente amable para sugerir que yo hubiera tenido posibilidades como jugador si no me hubiera dejado tentar por el oropel, la fama, el dinero y esas cosas. Por cierto, uno de los curiosos fenómenos de mi biblioteca es que, siempre que sacas de las estanterías la autobiografía de Bleddyn, se abre automáticamente por la página arriba mencionada. Mis amigos se han dado cuenta y cada vez que sucede se preguntan sobre la hechicería galesa. Es de hecho el único recorte que he conservado.

De cualquier modo ese pequeño fragmento del libro del gran Bleddyn había sido ampliamente difundido y algunos años después, en el período en que jugué mi último partido, había entrado en los inciertos dominios de las leyendas populares y estaba firmemente instalado en las mentes de los galeses subhumanos a los que me sometí esa tarde cruel. No es que estuviesen resentidos contra mí, simplemente eran escépticos respecto a la página 37.

No me di cuenta de que estaba allí para demostrar algo hasta que fue demasiado tarde. Y no pude. Y no lo hice. Quiero decir que no demostré nada. Y todavía estoy un poco dolido por ello. Aunque estaba trabajando como un perro en el Old Vic interpretando a Hamlet, Coriolano, Caliban, al Bastardo en el Rey Juan y a Toby Belch, no era el entrenamiento correcto para enfrentarse a aquellas enormes masas nudosas y retorcidas salidas de las ardientes entrañas de la tierra. En mi juventud había habitado precariamente en los márgenes del rugby de primer nivel porque me sabía todos los trucos del canon, malignos o no; por ser muy, pero que muy mal perdedor; pero sobre todo, y quizás únicamente, porque era muy rápido. Medía 1,79 descalzo y pesaba, completamente empapado, 76,5 kg, y ya que jugaba en el paquete, normalmente de tercera abierto, lo hacía contra hombres auténticamente grandes, por lo que tenía que ser eléctricamente rápido para escapar de la Inercia. Cuando me enfrentaba contra delanteros más grandes y más rápidos, estaba condenado.

Burton, con su equipo colegial, segundo por la derecha en la segunda fila desde abajo.

Por ejemplo, R.T. Evans, jugador de Newport, Gales y el Universo, -1,87 metros y 90 kilogramos de explosivos- te provocaba pesadillas cuando jugabas contra él y te avergonzaba cuando jugabas a su lado; sufrí ambas agonías con mucha frecuencia, gracias a Dios, la mayor parte se trató de la segunda y menor clase de mal sueño. Por supuesto que la genuina clase no depende del tamaño aunque a veces yo lo olvidara de vez en cuando. En una ocasión, jugué –con bastante condescendencia- contra un colegio mayor de Cambridge y me di cuenta de que mi contrario parecía más bajo que yo y que con los pantalones de rugby tenía pinta de niño de colegio comparado con Ike Owen, Bob Evans o W.I.D. Elliot. Sin embargo, ese rubio mozalbete me las hizo pasar canutas. Era más rápido y más duro que yo, lacónicamente implacable y averiguar su nombre -que nada significaba en ese entonces- no fue ningún consuelo. Este ser anónimo se llamaba Steele-Bodger y resultaría difícil encontrar una onomatopeya mejor para su propietario. El se ha olvidado de mí, pero yo no lo he hecho de él. Era, se lo prometo, de acero y te hacía un trabajito, les doy mi palabra. Digan su nombre con los dientes apretados y entenderán lo que quiero decir. Estoy encantado de poder decir que no le he vuelto a ver más que desde la seguridad de las gradas.

Medía 1,79 y pesaba 76,5 kg y, ya que jugaba en el paquete, normalmente de tercera abierto, lo hacía contra hombres auténticamente grandes, por lo que tenía que ser eléctricamente rápido para escapar

En el partido, en ese último partido jugado contra trogloditas, quemados hasta la médula por la furia de su trabajo, de piernas arqueadas y amargados porque no estaban jugando, no habían jugado o no iban a jugar jamás en Cardiff, Swansea, Neath o Aberavon, hombres sin sonrisa que, cuando la tenían, era un escalpelo, que se entrenaban tajando y golpeando neuróticamente la aterrorizada veta de carbón durante siete horas y media cada día, estalactíticos, enraizados como árboles, tallados en granito a golpes de martillo pilón, yo no era más que la edición en tapa blanda de esos duros volúmenes. Descubrí varias verdades con toda rapidez. Por ejemplo, después de la primera melé descubrí que era el momento de correr hacia el bus y no hacia el apertura contrario. Era pelirrojo, su cara era blanco-azulada y sin barbilla; completamente erguido, las manos le llegaban más o menos al nivel de las pantorrillas. Estaba inmóvil como un tronco cuando el balón y yo – exultante- llegamos al mismo tiempo, una situación perfecta, dirán ustedes. De repente, me encontré tumbado mientras él pateaba perezosamente el balón a touche y me dí cuenta de que había olvidado que tratar de intimidar a un fulano como aquel era como ordeñar a un mandril, y que el tipo tenía toda la juncal y graciosa flexibilidad del hormigón armado.

Y sólo era el apertura.

A partir de ese momento, me dieron de codazos, me metieron los dedos en los ojos, me enterraron, me dieron con azadas, me rastrillaron, me patearon un montón, hicieron bocadillos conmigo y en una ocasión, me placaron de forma humillante por detrás cuando, sin nadie enfrente, sólo tenía que correr quince yardas para ensayar. En otra ocasión, mientras bajaba después de subir a por la pelota en una touche, el tercera-ala contrario -un veterano canoso de por lo menos cincuenta años- decidió subir mientras yo bajaba, con perdón de la sintaxis tautológica. Un momento después, yo estaba abajo y él arriba; y para mayor escarnio, me ayudó generosamente a levantarme, me dio un empujón que me mandó con un trote vacilante hacia mi propia línea de ensayo, profiriendo un piropo galés de los que hielan la sangre en las venas ya que, mientras estábamos en esos trámites, su impensable equipo había anotado y mi presencia era requerida tras las postes para que ellos efectuaran la transformación.

Supe casi inmediatamente y con horror que mi velocidad, con lo que había sido, estaba acabada y sólo perduraba su recuerdo, y que atacar a Olivia de Havilland, Lana Turner y Clair Bloom no era lo mismo que placar a estos Wills y Dais, a estos Twms y Dicks.

Lo que debía hacer -me dije a mí mismo con astucia desesperada- era mantenerme vivo y el único modo era mantenerme al margen del partido. Esto es posible hacerlo cuando todos son mejores que tú pero no se ha dado cuenta todo el mundo; en este caso, era imposible porque todo el mundo se había dado mucha cuenta, pero que mucha. Algunas veces a modo de elegía por mi juventud perdida (tenía cerca de 28 años) traté de jugar lo más duro que pude pero es descorazonador propinar un violento codazo a una costilla tentadora cuando sabes de antemano que lo que está a punto de romperse es, no la provocativa costilla, sino el codo patético y pusilánime. Después de que me plantaran, segaran y apisonaran un poco más, me rendí, y le pregunté al capitán de mi equipo si no sería mejor idea esconderme en el medio del paquete. Había jugado, le recordé, como pilier derecho, mi cuello era fuerte y mi brazo derecho se había hecho respetar por casi todos. Me miró largamente, quizá con un poco de compasión, pero se emitieron las ordenes, descendí al maelstrom y empezó el verdadero sufrimiento.

Su pilier, con el que iba a compartir mejilla y papada durante la siguiente eternidad, no creía en comprar navajas de afeitar porque las cultivaba en su propia barbilla, con las que procedió a afeitarme durante el resto del partido, llevándose la mayoría de mi cutis en el proceso, ya que la delicadeza no era su fuerte. Usaba su prodigioso brazo izquierdo para paralizar el mío, dejarme la cabeza a unos dos o tres centímetros del campo y luego hacerla rodar sobre la suya, después de haberme pellizcado la oreja; mientras tarareaba entre dientes “Rock of Ages”. Al final del partido mi cara estaba como el sol poniente, de la misma forma y color. De vez en cuando, y en aras de la variedad, hacía rodar la cabeza sobre lo poco que tenía de cuello, y la colocaba bajo mi impotente cabeza. No me quedaba más remedio que levantarla y esa es la razón por la que el lunes por la noche, en Waterloo Road, interpreté al danés con la cara como un sueco, la cabeza con una escora permanente hacia un lado, el brazo derecho en un cabestrillo imaginario, alternativamente jorobado y acalambrado, con temblores severos ocasionales y escalofríos involuntarios como un enfermo de perlesía. Supongo que para los connoiseurs de Hamlet supuso un cierto apartamiento del Príncipe tradicional, pero no era exactamente lo que el actor que lo interpretaba quería. Sin embargo, sí era un danés melancólico. Desde luego que estaba melancólico.

Supe casi inmediatamente y con horror que atacar a Olivia de Havilland, Lana Turner y Clair Bloom no era lo mismo que placar a estos Wills y Dais, a estos Twms y Dicks

Intenté en otra ocasión que me destinaran al ala pero, a estas alturas, nuestro capitán se había vuelto tan, por así decirlo, “dedicado” (es posible que lea esto) como el equipo contrario y de verdad quería ganar. Pareció no escucharme porque yo sé que los alas en esta clase de partido nunca reciben el balón y aparte de sacar las touches son espectadores felices, que es lo que yo quería ser. Continué trotando detrás del paquete.

Después del partido, me uní al baño comunal en un gran cobertizo lleno de vapor al lado de los vestuarios, sintiéndome maltrecho y dolorido aunque no registraba todavía el verdadero alcance de las agonías que me iban a confinar en la cama los días posteriores. Me bebí algo más de mi cuota de cerveza en el pub del equipo local, me uní a los cánticos y descubrí que los enemigos eran extrañamente tímidos e introvertidos hasta que la cerveza llegaba al punto exacto. Nadie habló de mi desempeño en el campo.

Sólo hubo un momento de loca esperanza por mi parte cuando un miembro del otro equipo particularmente hosco, ceñudo y taciturno me dijo repentinamente con lo que asombrosamente podía pasar por una sonrisa, como si el cono de escoria de su cara hubiera sido dividido por un terremoto:

– ¿Te vendrías p’afuera con nosotros?-. Había otra belleza con él.

– ¿A dónde?- pregunté.

– Q’más te da, no te va pa’ nada, Vente con nosotros-, respondió.

Salimos a la cruel noche de febrero y fuimos al retrete exterior -hormigón pintado de negro con una tubería negra para desagüar- húmedo y abierto al cielo. Permanecimos de pie, juntos y callados. Ellos empezaron a vaciarse. Yo hice lo propio. Había habido suficiente cerveza para todos. Esperé que llegará el posible cumplido por mi juego esa tarde. Después de todo había hecho un par de cosas bien aunque fuera por accidente. Esperé. Pero solo se oía el viento y el agua. Seguí esperando y les seguí en silencio de vuelta al bar.

Finalmente les dije: ¿Qué es lo que queríais decirme?

– Nada-, dijo el más charlatán de los dos.

– Bueno, ¿entonces para que me habéis pedido que os acompañara?

-Es que -dijo el orador- la verdad es que somos hermanos y queríamos decirle a la mamá q’habíamos…

Dudó un poco, aunque después de todo yo solo hablo como un pijo cuando no hablo galés, aunque extrañamente los contrarios no me respondían en galés aunque yo me dirigiera en ese idioma a ellos.

-Bueno, sólo queríamos decirle a la mamá q’habíamos meao con Richard Burton- terminó, con precaución triunfal.

-Güeno… – respondí.

Volví a Londres al día siguiente en un Jaguar Mark VII conduciendo muy deprisa, doblando y empaquetando en el cajón inferior de mi subconsciente todas las heridas, la sangre restañada y el vendado orgullo, sintiéndome más viejo de lo que nunca me he sentido desde entonces. No cerré bien del todo y, de vez en cuando, los fardos del resto de los partidos que he jugado se abren, se mezclan con los de este último, y se derraman desde el oscuro cajón a mis sueños, y me despierto temblando y deseando el frío y delgado consuelo de un cigarrillo en la vasta extensión muerta y condenada de la noche. Con una calada y un suspiro, me convierto en Van Wyk, Don White y Alan Macarley y, después de ganar varios partidos 65-0, rehago el equipaje.

Richard Burton

 

Nota: Traducción de Nacho Orozco. La traducción se ha realizado desde un original encontrado en Internet sin expresa reserva de copyright y sin ánimo de infringir los derechos de terceros, con intención únicamente divulgativa.