La otra tarde nos fuimos al parque a jugar a la pelota y, pequeño triunfo, quisimos llevarnos una de esas de forma extraña, que están expuestas en la estantería, y no una de las otras… Ya se sabe cuál es la otra: la convencional, la de los infieles. La previsible.

Durante un rato todo fue bien: leves tutoriales repetidos a lo largo de estos primeros años han propiciado un fundamento técnico esencial: el de aguardar la llegada del pase con las manos ya dispuestas, ofrecidas y adelantadas. Así no se te cuela el balón como agua entre los brazos. Esto ya grabado a fuego, por si algún día llegara a hacer falta en serio. No sea que, a pesar de nuestra confianza en la genética, acabemos descubriendo que en lugar de un respetable delantero hemos pasado años criando a un opinable tres cuartos.

Volvamos al parque. Enseguida el jueguecito empezó a llamar la atención de otros nenes, que andaban con sus coches teledirigidos y, tal vez, sus pelotas de reglamento. Suele ocurrir: cuando uno va con la de rugby a un lugar público de esparcimiento, los infantes señalan con el dedo la extrañeza. Papá, mira qué pelota tan rara… Es el atractivo de lo diferente. Nuestra victoria. Como si en lugar de pasear al caniche hubieras sacado a mear a un koala: todos quieren venir a acariciarlo y a jugar con él.

El problema llegó cuando del ejercicio de las manos quisimos pasar al de los pies. ¿Qué hay más natural que querer patear? Pero no de volea. No al aire. De drop. Dejarla caer y cuando toca el piso, golpear y darle vuelo. Es ahí, precisamente ahí, donde se abre el insondable abismo del botepronto. Ese vértigo de la incomprensión, cuando el incauto deja caer la pelota a sus pies, aguardando un bote regularmente vertical, domesticado, y ocurre ante sus ojos la imprevisible gloria elíptica: el bote indómito que embroma al hombre. Una, dos, hasta tres veces. Nada. La pelota insiste en no dejarse patear. Y condena al ajeno a encontrar solo el aire hueco.

Ahí uno acaba de encontrar, camuflada en las paredes, la puerta a otra dimensión.

Ahí uno se aproxima al enigma de lo singular: cómo es que se avanza pasando hacia atrás, y cómo es que uno nunca puede anticipar en qué dirección botará la pelota.

Ahí uno descubre que la vida no es esférica y que por tanto ocurrirán cosas impensadas.

El drop constituye uno de los grandes arcanos del rugby, por su condición de gesto técnico diferencial al que todos aspiramos (sí, quién no ha intentado meter boteprontos al final de los entrenamientos) y porque la historia del juego ha construido un catálogo de momentos inolvidables asociados a la belleza mortal de esta suerte definitiva. El de Johnny Sexton el sábado en París fue el último de una serie interminable.

Hemos de reconocer que siempre nos ha parecido un poco anticlimático (no tanto como ganar con un golpe de castigo, pero por ahí anda…), pero esa es la deformación emocional de un delantero: lo que no se gana a empujones -aunque a un drop casi siempre lo precede una laboriosa construcción posicional del paquete de grandotes- se nos antoja una victoria menor. Pero hay que reconocer la realidad. Un drop siempre genera entusiasmo, el que conlleva la observación de un gesto sutilmente hermoso en el medio de la batalla; pero, además, un drop ha ganado partidos y hasta copas del mundo. Como nos decía alguien estos días en furiosa analogía sexual: “Hora y pico de partido anodino y, de pronto, te encuentran el punto G”.

Sí, el botepronto constituye el éxtasis repentino. La súbita muerte dulce del rugby.

Y el tipo que pasa el drop es un francotirador con una flor en la boca. Veamos a algunos de estos snipers de última hora cuyas ocurrencias y sutil habilidad han marcado la historia reciente del rugby.

Ronan O`Gara le dio a Irlanda su Grand Slam de 2009 con un drop ganador que condujo a la tribu verde al paroxismo colectivo, como corresponde. Las imágenes se comentan solas. Su sucesor, Sexton, dejó el sábado otro momento memorable después de un partido de juego muy recortado por parte de Irlanda. Pero pone a los chicos de Joe Schmidt en la pista del gran duelo final contra Inglaterra en Twickenham. Mientras, O’Gara celebró en Twitter el gesto de su compatriota con un montaje en el que el apertura transportaba su muy irlandesa bolsa escrotal, tamaño catástrofe, en una carretilla. Sutileza.

 

Rob Andrew debe de haber sido -con permiso de pioneros anteriores que trascendieron su tiempo, y hubo muchos- el primer apertura del rugby moderno. Para empezar, porque su salida de Wasps al nuevo rico que en 1995 era Newcastle constituyó el primer gran traspaso del embrionario rugby profesional en Inglaterra. Segundo, porque Andrew llegó a mecanizar su pie de tal forma que anticipaba la obsesiva tecnificación del pateo que iba a venir. Metió dos boteprontos asesinos en sucesivas Copas del Mundo: el primero en 1991 a Escocia en semifinales. El segundo, éste, a Australia en cuartos en 1995.

 

Aquella victoria decidida por Andrew contra los Wallabies fue la que permitió a Inglaterra cruzarse con Nueva Zelanda en semifinales. El partido que todo el mundo recuerda, de forma comprensible, por la explosión de neutrones de Jonah Lomu y su aplastamiento de los ingleses, encarnado en Mike Catt. Pero aquella ocasión dejó también el icónico drop de Zinzan Brooke desde un costado del campo. El número 8 de los All Blacks hizo en medio del escenario más grande eso que todos los delanteros hemos intentado alguna vez entre las sombras anónimas de los entrenamientos, para solaz de los compañeros. Algo parecido a lo que Sergio Parisse hizo contra Ospreys en la fase de grupos europea; y que en otra ocasión, en el mismo escenario que el de Sexton, tuvo patéticos resultados para el octavo italiano.

 

Hay dos drops enmarcados con el peso de lo absoluto: una victoria en la Copa del Mundo. El primero fue el inolvidable de Joel Stransky a pase de Joost van der Westhuizen, que en paz descanse. El botepronto del que nació una nueva Sudáfrica. Una acusadísima y preciosa parábola que, poniéndonos casi cursis, dibujó una suerte arco iris multicolor en aquella nación que salía de las tinieblas.

 

 

Naturalmente, el otro fue el de Jonny Wilkinson para ganar la Copa del Mundo de 2003 en Australia… frente a Australia. La culminación del estrellato planetario para el que se convirtió en el segundo gran jugador mediático de la historia del juego. Un hombre que llevó la patada a otra dimensión y a Inglaterra al éxtasis imperial del que La Rosa nunca quiere bajarse del todo. Viéndolo en comparación con otros, el botepronto más célebre de Wilko parece sencillo. Sobre todo para un superdotado como él (es el hombre con más drops en partidos internacionales de la historia, un auténtico Monsieur Drop, como llamaban al especialista francés Pierre Albadalejo). Pero si en la cabeza de O’Gara los huevos de Sexton precisan una carretilla por su fechoría del sábado, Wilkinson tendría que transportar los suyos en un tráiler de 18 ruedas.

 

Hablando de glorias imperiales, pocas tan celebradas como este drop del señorial Jeremy Guscott en la vibrante serie de los British&Irish Lions en Sudáfrica en 1997. Un 2-0 en Durban que pasó a los concienzudos anales históricos de los turistas. Guscott siempre fue un jugador de culto. Puede que el rugger con más armonía formal, con más clase en el campo, que uno haya tenido la oportunidad de ver (y de cerca, además). Este pateo le otorgó a los Lions de Ian McGeechan una famous victory ante los entonces vigentes campeones del mundo, en un partido del que Lawrence Dallaglio dice que fue uno de los más duros, sino el más, de los que recuerda en su carrera.

 

Y entre tanto laurel victorioso, aquí el asombro puro en un partido cualquiera. Bueno, no cualquiera porque era un Racing-Clermont en semifinales de la liga francesa… Y, sobre todo, porque es seguramente el drop más monstruosamente largo y fascinante de la historia del rugby moderno. Frans Steyn, un especialista soberbio de la patada de mula, lo metió desde más de 60 metros, pero el vuelo de la pelota es tan limpio y su gesto técnico tan brutalmente natural que da la impresión de que lo habría podido pasar aunque le hubiera pegado desde diez metros más atrás. La sonora hazaña -que no fue ni mucho menos un logro aislado- da para abrir ojos como platos. Y compite con el que se dice que fue el botepronto más lejano de la historia del juego: el del sudafricano Gerald Hamilton ‘Gerry’ Brand, el 2 de enero de 1932, en Twickenham frente a Inglaterra: Gerry la metió de drop desde 77.7 metros.

 

Para acabar, el corolario más fascinante posible, a cargo de Jannie de Beer. El fugaz número 10 sudafricano protagonizó un auténtico one hit wonder el día que le hizo no uno, ni dos, ni tres… sino hasta cinco drop goals a Inglaterra. Fue en la Copa del Mundo de 1999 y, naturalmente, los Boks ganaron el partido y se debieron dar una juerga de miedo a costa del pie incorrupto de De Beer. Semejante exhibición debió ser cosa de sortilegio o milagro en hombre declarado bien creyente en las providencias como el sudafricano. Pero no será bienaventurado nunca el hombre vanidoso: De Beer volvió a intentar algo parecido en la siguiente eliminatoria contra Australia y los balones se le torcieron, como le iba a pasar con el resto de su carrera. Solo metió uno. Y ese fue su último partido (13 en total) con los Springboks. Luego, una trayectoria errática y una lesión de rodilla fatal. Por cierto, que hay registro de seis drops en un solo partido: los de Konstantin Rachkov, de Rusia, contra España en 2003. Pero no en una Copa del Mundo.