Nuestro rugby (y esto es metonimia) es proclive al rasgado de vestiduras e inclinado al maximalismo. Se ve que los sujetos del tropo nunca asistieron a un partido entre el tercer equipo de Mauléon y el segundo de St. Jean Pied-de-Port o Savauterre de Béarn y Barbotan, por poner un ejemplo. Aquello, hace no tanto tiempo, tenía mucho que ver con el título de un texto de Gabriel Chevallier (La Peur), editado en España por la brillante editorial del llorado Jaume Vallcorta (Acantilado).

Me vale cualquiera de las dos acepciones de la RAE para el sustantivo, causa, quizás, de una inusual proporción de victorias a domicilio en aquellos lares, donde el rugby, heredero de la feroz soule, sirvió para ventilar asuntos extraovales, por lo que la interpretación laxa del reglamento de juego y de competición tenía que ser regla y no excepción. Algo que no era novedoso y motivó, junto al vil metal, la expulsión de Francia del Torneo de las V Naciones en 1931.

Pobres franceses. Tan denostados y tan pecadores. Para los escoceses, sin duda. Celosos guardianes de ambas fes, la de Ellis y la reformada de Knox, seguros de que penan los galos  en un infierno al que les lleva la predestinación del severo calvinista porque en 1913, en París, acosaron, asaltaron y obligaron a huir al director de una compañía de seguros de Liverpool, Mr. Baxter, que oficiaba de árbitro en el partido correspondiente del Torneo de las V Naciones (3 a 21 para Escocia). Tanta la furia y rencor de la enfervorecida masa francesa que el partido de 1914 entre ambas naciones no se jugó: no quisieron recibir a esa gente en Edimburgo. Luego estalló la Gran Guerra y todos los protagonistas del incidente se entregaron con mayor o menor fervor a otros menesteres. Mr. Baxter en la Home Fleet frente a la armada del Káiser Guillermo y escoceses y franceses, casi todos, en las trincheras de Flandes donde, seguro, tuvieron ocasión de sufrir el miedo, el de verdad.

Tras la contienda y una vez desmovilizados cada cual volvió a sus asuntos. Todo el que pudo a jugar y cada uno a su oficio. James Baxter, que vistiera la camiseta Barbarian en cuatro ocasiones antes del cambio de siglo, siguió arbitrando (Escocia v Irlanda 1920, Gales v Escocia, Irlanda v Escocia 1921, Gales v Escocia 1923, Escocia v Gales e Irlanda v Gales 1925), antes de ser elegido como representante de Inglaterra en la International Rugby Football Board en 1926 y seleccionador de Inglaterra ese mismo año (para la gira por Argentina de 1927). En 1930 repitió para el viaje a Nueva Zelanda y Australia, no sin antes emprender una muy fundada campaña contra la tradicional formación neozelandesa en la melé (2-3-2, con un flanker volante), que será menester contar en otra ocasión.

Escotos y galos se encontraron de nuevo en el partido de las V Naciones de 1920, año de la reanudación del Torneo. Pero no todos volvieron. La guerra se había cobrado su precio. De aquellos equipos de 1913 no regresaron Julien Dufou, ala bordelés que jugó en Biarritz, (subteniente de infantería al mando de una columna de tropas coloniales senegalesas que cayó en Níger, en una emboscada tendida en 1915 por rebeldes nativos armados por agentes alemanes); Gaston Ernest Lane, capitán francés aquel día de 1913, jugador del Racing de París y ala (muerto en los primeros combates en el Mosa, en septiembre de 1914); Marcel Henry Burgun, centro del Castres Olympique primero y luego del Racing parisino (teniente de aviación cuyo Nieport 17 fue abatido en combate aéreo en 1916); Maurice Hédembaigt, medio de melé del Aviron Bayonnais (sargento del 89º Regimiento de Infantería de línea, muerto en la última ofensiva del Marne en julio de 1918); Marcel Legrain, tercera centro del Stade Français (soldado de segunda del 145º Regimiento de Infantería de línea, caído en la primera batalla del Marne, en julio de 1915). Tampoco los escoceses Walter Michael Dickson, zaguero nacido en Sudáfrica y jugador de Oxford, Blackheath y Barbarians (teniente de los Argyll & Sutherland Highlanders, caído en Loos, en 1915); Roland Elphistone Gordon, centro de Blackheath que debutara en ese partido de 1913 (mayor de Artillería de Campaña, muerto en el Somme en agosto de 1918); Walter Riddell Sutherland, teniente de los Seaforth Highlanders, muerto en Francia el día de su 28º cumpleaños, centro de Hawick y pariente del recordado comentarista de la BBC Bill McLaren; Eric McLeod Milroy, medio de melé de Watsonians (teniente de los Black Watch Highlanders, desaparecido en combate en julio de 1918); Patrick Charles Bentley Blair, primera línea de Cambridge y segundo teniente del 5º Batallón de la Brigada de Fusileros, caído en la segunda batalla de Ypres en mayo de 1915; David Dickie Howie, segunda línea de Kirkcaldy RFC (artillero de campaña, muerto en El Cairo donde convalecía de sus graves heridas tras el fracaso aliado en Gallípoli); Cecil Halliday Abercrombie, segunda línea del United Services RFU (teniente de navío a bordo del HMS Defence hundido en la batalla de Jutlandia en 1916) y el tercera centro Frederick Harding Turner, jugador de Oxford y Liverpool RFC (subteniente del King’s Liverpool Regiment, muerto en las trincheras de Kemmel en 1915).

Nutrido parte de bajas el de la partida de 1913, pero no excepcional. Muchos otros internacionales murieron en la I Guerra Mundial. Como Maurice Jean Paul Boyau, capitán y piloto francés nacido en la Argelia francesa, seis veces internacional entre 1912 y 1914 y jugador de Dax, Burdeos y del Racing Club de France durante la guerra. No era extraño, cuentan, que desapareciera con su biplano del aeródromo próximo al frente para aterrizar en Colombes, disputar su partido y volver, antes de que alguien tomara tal libertad por lo que no era. Claro que es sabido que los aviadores iban acompañados de cierto halo que los situaba más cerca del duelista o del mosquetero à la Dumas que del pobre infante, pegado al barro de Ypres, ayuno de tales privilegios. Sin menoscabo del riesgo, vaya por delante, que los Fokker y los Richthofen y luego, peor, los Göring, eran temibles enemigos. Y así, tras quince victorias en combate singular, además de unos cuantos globos aerostáticos marcados todos con la negra cruz teutónica, vio llegar su hora apenas dos meses antes de acabar la Gran Guerra. Caídos también sus compatriotas y jugadores internacionales Jean-Jacques Conilh de Beyssac, Alfred Mayssonnié y  Félix Faure. Como el neozelandés David Gallaher, el irlandés Basil McLear, el wallaby Blair Swannel, el galés Charles Meyrick Pritchard, el inglés Ronald Poulton-Palmer, el sudafricano Jacky Morkel, o el inglés de la colonia de Rhodesia Tommy Lewis, piloto también y derribado por el mismísimo Barón Rojo y que sobrevivió a su derrota y por tanto excepción en esta lista.  Gente arrojada que de vez en cuando olvidaba eso que decía la propaganda bélica: «no es hora de partidos» y que, por lo demás, hacía apología del espíritu del rugbista, al parecer más dado al compromiso que el común de los británicos, a la vista de la proporción de bajas sufrida.

Los equipos de Escocia y Francia, en el partido de 1913.

Del partido que nos ocupaba, en 1913, solo repitieron al reanudarse el Torneo dos jugadores, el colosal Jean Sébédio por los galos y Gus Angus, por los escoceses. Fue el de 1920 precisamente el inaugural y por razones obvias contó con muchos debutantes (E. Billac, L. A. Cassayet-Armagnac, A. Chilo, R. Crabos, A. Jaureguy, J. Laurent, R. Marchand, P. Pons, L. Puech, P. Serre, R. Thierry, por Francia y G.B. Crole, D. D. Duncan, E. C. Fahmy, R. A. Gallie, F. Kennedy, W. Murray, G. Pattullo, G. Thom por Escocia). Otros ya habían sido previamente internacionales, como Jock Wemyss, futuro decano de los comentaristas de rugby escoceses y primera línea de Galashiels y Watsonians, que tuvo la osadía de pedir una zamarra nueva al secretario de la Scottish Rugby Union, quien se la negó porque en 1914 el solicitante ya había recibido la suya. No era asunto de la SRU si la había intercambiado con un irlandés. Así que Wemyss (que tuvo que jugar con camisa prestada) se vio privado de un derecho que creía le asistía por el transcurso del tiempo y por mutilado de guerra. Como a muchos que como él habían sufrido heridas en el conflicto mundial.

Tantos que se dice, aunque nadie haya podido verificarlo, que ese de 1920 fue el partido de los tuertos. Solamente hay certeza de la pérdida de un ojo por parte de Wemyss, del tolosano Frédéric Lubin-Lebrère y del borgoñón Robert Thierry. Lubin-Lebrère, pilier como Wemyss y prisionero de guerra después de haber sido abandonado en el campo de batalla, dado por muerto, con o diez o doce balazos en el cuerpo, sobrevivió al cautiverio y pudo jugar el V Naciones de 1920 y conquistar tres títulos de campeón de Francia (1922 a 1924) y el de subcampeón olímpico en aquel día infausto de la final de 1924. Fue además encarcelado por el Royal Irish Constabulary ese mismo 1920, por cantar junto a Sultán Sébédio la Marsellesa en un pub dublinés. No sabían los franceses que su himno había sido adoptado por los republicanos irlandeses en su guerra de independencia contra los británicos.

Imagínense el partido de 1920. La camaradería del frente unida a la propia de los rugbistas, gentes para las que todo era un regalo, un plus, días añadidos a un destino que pudo haberse truncado en los años previos durante cada minuto de matanza. Piensen en Wemyss y en Lebrun-Labrère. Tuertos ambos. Enfrentados: pilar izquierdo frente a pilar derecho. Figúrense un lateral. Ambos en paralelo. Invidentes del globo ocular correspondiente al lado del pasillo de la época, casi inexistente. Supongan el juego de codos de cada uno de ellos. Y al señor árbitro dirigirse a ambos y señalar golpe de castigo por juego desleal en ese lance. Y a los capitanes, los dos, pidiendo clemencia, margen, comprensión. ¿Por qué? No se veían. Pero habían pactado, entre ellos, esa forma táctil de averiguar su respectiva posición. Habla en favor del referee, Mr Potter-Irwin, que consintiera.  Ganó de nuevo Escocia, 0 a 5. Pero ya no hubo incidente reseñable y acaso los visitantes olvidaron la tropelía de 1913.