El nuestro no es un deporte fácil. Apasionante, exigente, absorbente, sí. Lo que quieran, pero no es sencillo. Ni de practicar (hace falta mucha gente) ni de comprender, por más empeño que ponga la entelequia World Rugby en acercarlo a los espectadores (poderoso caballero). Disfrutamos de un reglamento prolijo y lleno de excepciones, sujeto a interpretaciones cambiantes (¡si la jurisprudencia de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo es diáfana por comparación!). A mayor abundamiento –por seguir con jerga jurídica-  los gerifaltes de la cosa se encargan de modificar la reglamentación cuando tienen el más ligero atisbo de que alguien, por fin, la ha comprendido.

No es extraño, por eso, que haya habido reputados jugadores internacionales, y más de un entrenador, protagonistas de largas, plenas y satisfactorias vidas rugbísticas que no leyeron jamás el reglamento. “Ni falta que hace”, añaden algunos, “que para eso está el árbitro, el omnipotente señor del silbato que nos puede quitar un mundo de diez en diez metros”. O en beodo conciliábulo con el tipo que trasiega espirituosos mientras juega con el vídeo que responde a la sagrada invocación de TMO. No creo, aunque me pese, que sea esa la razón del respeto que se suele tener por el referee.

No es extraño que haya habido reputados jugadores internacionales, y más de un entrenador, protagonistas de largas vidas rugbísticas, que no leyeron jamás el reglamento

Años ha, cuando todos creíamos en caballerescos juramentos pronunciados en derredor de mesas ovales presididas por blondas reinas Ginebras (adviertan Uds. el equívoco del antropónimo céltico, que a más de uno nos lleva a confusión destilada), no digo que no. Hoy es, más bien, horror por disertaciones y prédicas de tipos que equivocaron su carrera parlamentaria y acabaron entre palos y palos con dos cartulinas coloreadas en el bolsillo.

Así que no, no hay muchos rugbistas que conozcan (bien) el reglamento. Naturalmente, hay que pasar hacia atrás, y la melé se forma cuando el portador del balón realiza un pase adelantado o se le cae el balón (y sobre esto hay varias escuelas, tan enfrentadas como nestorianos y bogomilos con la Universal), pero más allá las dudas nos asaltan. ¿Cuándo se pita «golpe o  golpe»? Y si el balón toca en la base de uno de los postes ¿es ensayo? ¿Qué sucede si…? Mejor que lo sepa el árbitro, que yo por si acaso sigo eligiendo un ángulo creativo de entrada en cada agrupamiento.

Conocí a un sujeto, jurista en ciernes y bien concienzudo, que para justificar sus protestas (era el capitán y eso se llevaba a rajatabla) recitaba al referee jugadas similares de partidos internacionales con la decisión y el nombre de los implicados (solía inspirarse en el repertorio del añorado Clive Norling, galés de pro cuya mirada y porte en el lance de sancionar sustituía con ventaja a seis párrafos de declamaciones owensianas). Pero no es lo común.

La costumbre, ese poso que repetido mil veces acaba siendo fuente del derecho (oval en este caso), nos aclara que alguien te introduce en el club en el que juega y te lleva a un entrenamiento. Por probar. A ver qué pasa. Con la esperanza de reclutar a un acólito más. Hablo en primera persona cuando me reconozco cual creyente de secta milenarista que pasa tiempo apostado en las cancelas de un gran almacén capitalino y cree que salvará las almas de los destinados al goce eterno, esos que no saben que lo están. Previo reparto de folletos.

Captado el incauto pasa por una serie de etapas perfectamente normalizadas. El primer día recibe calurosos saludos y parabienes. El segundo o tercer día se convierte en uno más (si ha encajado sin queja algunos empellones que fundamentarían, de mediar protesta formal, un sumario penal por lesiones y el definitivo abandono de su incipiente práctica rugbística, generalmente entre suspiros de alivio y maldiciones por su imprudencia y desdén por los consejos maternales). Siempre y cuando memorice en poco más de una semana cada oda y antífona profana que su club tenga a bien entonar.

Intuye en ese momento (sus protectores lo saben) que será convocado con alguno de los equipos del club, por si acaso, para llenar el formulario de comparecencia al partido dominical de buena mañana. Sus protestas sobre su pericia y dominio de las reglas del juego serán acalladas. Acaso tomará por exceso de fe lo que no es más que alivio por poder presentar al tercer XV del club, aun sin zaguero ni centros.

Los temores del novato tardío se diluyen cual azucarillo en el café al ver que nadie conoce el reglamento y que tampoco es necesario… pues Beaumont o Pichot tienen prevista una nueva modificación para que el juego agrade a más espectadores

Si es delantero (más bien si le adjudican esa posición) la frase lapidaria que no olvidará nunca rezará «no hay problema, sigue a los gordos», como si tal aserto le transmitiera telepáticamente los arcanos de un juego sinuoso y cambiante desde 1823. Por contra, si su complexión física le ha hecho entrenar ese precioso día de aclimatación previa entre los espigados y más bien alfeñiques -no estamos hablando de Castres o Harlequins- la sentencia cuando le digan que juega de ala (¿dónde, si no?) será «no te preocupes, obedece al zaguero», como si existiera la más mínima esperanza de que sepa quién es ese sujeto y qué hace. Como si el que oficia de zaguero en ese cuarto XV del club lo supiera.

Son esos, conviene apuntarlo, temores de novato tardío que se diluyen cual azucarillo en el café al ver que nadie conoce el reglamento y que tampoco es necesario, pues Beaumont o Pichot tienen prevista una nueva modificación para que el juego agrade a más espectadores y la retórica y magisterio de un Barnes, un Peyper o un Raynal nos abrume a todos.

Si aquello le acaba gustando, algún día coincidirá en las gradas de algún estadio de renombre con esos espectadores para los que se va diseñando este deporte que fue para los jugadores y ahora es para los Murdoch de turno, cuando los veteranos de su nuevo club le permitan viajar con ellos a Edimburgo vía Múnich, por poner un ejemplo. Ese día su problema más complicado no será fungir de veterano pertrechado de la parafernalia mercadotécnica que adquiera en las cercanías del estadio, sino convencer a quien le espera en casa de la oportunidad de la escala muniquesa y los días extra empeñados en aquella ciudad bávara (¡cielos!) cuando se inauguraba la Oktoberfest anual.