Si a un compositor le pidieran música para la última rueda de prensa de Rassie Erasmus, inevitablemente la partitura adoptaría el tono grave y los rangos lastimeros de un miserere. Erasmus, el entrenador de Sudáfrica, lleva en el cargo solamente desde febrero, cuando relevó a Allister Coetzee. Firmó un contrato por seis años. Sólo ha dirigido seis partidos. Pero todo el mundo está de acuerdo en que, si pierde el próximo, tendrá que dejar el cargo. Lo más llamativo es esto: hasta el propio Erasmus parece estar de acuerdo.

“Si conoces el rugby sudafricano sabes que, en realidad, lo de los seis años no tiene ningún significado si el equipo no da el rendimiento debido”, resumió.

Ante todo, Rassie es un hombre realista. Y el hombre realista sabe que el sábado su equipo juega contra los All Blacks, en Wellington. La última vez que los Boks ganaron en Nueva Zelanda fue en 2009 (29-32). Pero no es tanto una cuestión de las estadísticas como de certezas. Y si hay una certeza en el deporte actual, y por supuesto en el rugby, son los All Blacks.

A ver quién no llama a un cura cuando sale de casa para matar un dragón.

Por eso, la última rueda de prensa de Erasmus tuvo un aire culpabilizado. Su objetivo de partida –“ampliar la base de jugadores para que los Springboks puedan competir en el Mundial de Japón”- suena ahora a epitafio: “Quiero que Sudáfrica vuelva a ser lo que fue: si mi trabajo lo hace posible, aunque yo no sea después parte de eso, dormiré completamente tranquilo”.

No resulta fácil imaginar lo que supone una admisión de inferioridad semejante para un hombre educado en el orgullo Springbok. Pero la cosa está como está. La situación de Erasmus se ha acelerado en pocas semanas. Debutó en junio con una serie victoriosa contra Inglaterra. Y, cuando aún no ha acabado el verano boreal, ya lo empujan hacia el precipicio.

Ganó el primer encuentro del Rugby Championship contra Argentina, jugando razonablemente bien apenas media hora. En el segundo, Argentina explotó todos sus recursos naturales ante el desgobierno defensivo de los Boks. Nico Sánchez construyó una autopista y los alas encontraron petróleo en las esquinas. En el tercero, contra Australia, Erasmus confirmó que es más digna la vergüenza que el ridículo. Hubo jugadas dignas de una ópera bufa.

Rassie decidió sustituir a Mbonambi a los 35 minutos de juego. No hacía falta ser muy suspicaz para pensar que el talonador acababa de ser represaliado por tirar una touche defensiva al sumidero, donde Kolisi y Du Toit cazaban moscas. La explicación de Erasmus contribuyó al desconcierto: adujo que el jugador estaba agotado y necesitaba un recambio. A los 35 minutos.

O el entrenador es un cínico o también aplica una versión personal del paso del tiempo. Razones para la locura no le faltaron, como se ve. ¿Qué hace un entrenador cuando ve a los suyos comportarse así?

Como ya dijimos más arriba, Erasmus ha dirigido a los Springboks en seis partidos. ¿Es tiempo suficiente para una destitución? Si consideramos el tiempo objetivo -múltiplos y submúltiplos del segundo, nos dice la física-, suena a exageración. Sobre todo, después de la experiencia con Allister Coetzee. Pero, como sospecharon algunos pensadores, a menudo la mente humana refuta a la física, derrite las saetas de la razón e impone el tiempo subjetivo.

Y en el tiempo subjetivo del planeta Springbok, a Rassie le queda el telediario del sábado.

El rugby de hoy parece ya regido por la ferocidad de un reloj elástico.

Vayamos a Welford Road, un lugar donde el tiempo siempre pareció detenido. Si un club encarna la tradición en todas sus formas, ese es Leicester Tigers. Y, sin embargo, hemos descubierto que en el estrecho vestuario de las leyendas también cuelgan ya relojes dalinianos.

La destitución de Matt O’Connor, su entrenador, tras una sola jornada de liga constituye un récord impensado por muchos en el rugby. Ese tipo de comportamiento histérico que siempre advertimos -y que nos permitía mirarlos por encima del hombro- en otros deportes. Bueno, pues ya está aquí. A lo mejor tenemos que empezar a revisar (también) este prejuicio.

El australiano había sucedido a Aaron Mauger, que a su vez relevó a Richard Cockerill. La salida de éste y la tardía renovación del equipo han abierto en estos dos años un vacío devorador, que se manifiesta en muchas formas (fichajes erráticos, pérdida de personalidad, progresiva caída competitiva) que nadie parece capaz de cerrar. Todo el mundo encuentra culpable a los demás.

Un par de días después de la destitución, Ben Kay explicó algunas de las razones en una aparición televisiva. El contexto resulta cuando menos curioso: Kay fue jugador de Leicester e internacional con Inglaterra. Hoy es miembro del consejo directivo de los Tigers… y del panel de analistas de Rugby Tonight, el programa que BT Sport dedica todas las semanas a la Premiership inglesa.

 

Lo que viene a decir Kay es que el final de la temporada pasada fue inaceptable para un club como Leicester Tigers. Y que en la autopsia que el club y su entrenador hicieron de la campaña, estuvieron de acuerdo a la hora de identificar ciertos problemas y las decisiones/acciones pertinentes para su solución en la nueva temporada. Llegado el primer encuentro en Exeter, la demolición dejó claro para los directors de los Tigers que Matt O’Connor no había llevado a efecto ni una sola de esas acciones. Y que ya no iba a hacer lo que no había hecho.

“Lo más fácil y lo menos embarazoso para el club -concluye Kay- habría sido dejarlo pasar algunas semanas. Pero, una vez que teníamos clara la decisión, hay que pensar en el futuro y poner soluciones cuanto antes”.

Lo que cualquiera pensaría es que «cuanto antes» debió ser en junio. Porque, como anotó más o menos Stevenson en un célebre aforismo, si un barco se hunde a mitad de travesía… es que ya estaba hundiéndose cuando salió del puerto.

Si rebobinamos unos pocos días atrás, justo antes del debut de la temporada en Sandy Park, encontramos una rueda de prensa en la que Matt O’Connor defendía el ambiente de optimismo en su vestuario, frente a una información del Daily Mail sobre las dudas que el club ya tenía con su entrenador: “Fue un artículo interesante -ironizó O’Connor frente a los periodistas-. Este grupo mantiene un ambiente de enorme positividad y confianza en lo que podemos lograr”.

Lo que lograron fue una derrota por 40-6 contra los Chiefs, que tampoco hicieron el partido de sus vidas. O’Connor salió despedido, Geordan Murphy asumió el puesto de manera interina y, este fin de semana, los Tigers les metieron 49 puntos a Newcastle Falcons. Un what the f…? de libro.

Pero bueno, cualquier conclusión sería una temeridad. El partido en Welford Road comenzó a toque de corneta y derivó en un festín de anarquías: 32 puntos en 23 minutos para Leicester. Seis ensayos en media hora para los dos. 40-19 al descanso y 49-33 al final.

Durante un buen rato, el mejor jugador de los Tigers fue Toby Flood, el apertura de Newcastle. Once a tiger… La defensa de los Falcons parecía una conspiración contra Dean Richards, a la sazón una leyenda de Welford Road. El único que jugó a lo suyo fue Vereniki Goneva, otro ex.

Al menos, del partido salió ganador George Ford, lo que contribuye a animar la interminable guerra de las rosas con Cipriani. Los ingleses, en el fondo, siempre andan discutiendo lo mismo: si son más grandes los Beatles o los Rolling Stones.

Volvamos down under. No hace ni tres semanas, en Australia se recrudeció la persecución de Michael Cheika tras una nueva frustración contra los All Blacks. Basta repasar la lista de entrenadores de los Wallabies en los últimos tiempos (o acordarse de la cara que se le fue poniendo a Robbie Deans) y uno sabe que éste será un camino interminable.

Por completar el panorama del hemisferio sur, en junio Mario Ledesma debutó al frente de los Pumas en el lugar de Daniel Hourcade, que en 2015 había devuelto al equipo argentino a las mayores cotas de su historia, las de 2007. Ledesma ha protagonizado una trayectoria singular: primero relevó al Aspirina Pérez en los Jaguares; y, una clasificación para los playoffs más tarde, hizo lo mismo con Hourcade en los Pumas.

Ninguno de esos recambios fue precipitado en el tiempo, vaya eso por delante. Pero tanto al mandato de Pérez como al de Hourcade, y también a la salida de Phelan, los jalonaron críticas a menudo feroces y un caldo de cultivo de descontentos y urgencias que, legítimos o no, explican cómo se ha transformado el rugby.

Ahora Ledesma ha vencido al ruido. Y en Nueva Zelanda el crédito de los Pumas, pese a la derrota, creció. Los sables apuntaron a otro lado: al árbitro, el francés Pascal Gaüzère.

Estos casos pueden parecer aislados. O no extrapolables a una conclusión general. Naturalmente, siempre habrá ejemplos que defiendan cualquier argumento. La excepción Joe Schmidt en Irlanda, digamos; el microclima escocés -que también vivió lo suyo con Andy Robinson, Tonga y compañía, ojo-; la larga sugestión colectiva con Warren Gatland en Gales…

Pero, al margen de los casos particulares, no resulta difícil advertir que, como tantas otras cosas, la vida de los entrenadores también ha sufrido una modificación sustancial en el rugby moderno. Es el arco dramático de los tiempos. Los banquillos del rugby han abandonado la modesta frugalidad amateur para hacerse decididamente carnívoros.

En Inglaterra, el artificial idilio de Eddie Jones con la prensa y el entorno de la selección de la Rosa voló por los aires hace meses. El australiano fue declarado Mesías tras el fiasco de Stuart Lancaster. Hoy, aquella inmunidad la ensordece una fanfarria de cañonazos, habitual en el imperio. Jones sigue en el cargo, pero ha convertido su estancia en el HQ inglés en una batalla por la supervivencia, a través de la identificación de enemigos exteriores contra los cuales agrupar a las tropas.

En Francia, los múltiples problemas del rugby francés se han tragado en los últimos tiempos a entrenadores de todas las escuelas, en la imposible búsqueda del tiempo perdido. A tal punto que el banquillo masticó en cuatro días nada menos que a Guy Novès, el arquitecto intelectual de los mayores éxitos logrados por un club, y un estilo de juego, en el rugby continental.

Hoy, Jacques Brunel vive aparentemente tranquilo al frente de la selección bleu, que siempre es una burbuja próxima al estallido. La calma oculta un elemento de falsedad inherente a la fugacidad de los éxitos (incluso de los éxitos digamos morales o imaginados, como los de la gira de junio por Nueva Zelanda), y también algo parecido a la resignación.

Y aquí es donde alcanzamos el punto central de toda esta fuerza centrífuga: Nueva Zelanda. Incluso jugando (relativamente) mal, como el pasado sábado contra los Pumas, desde 2012 los All Blacks de Steve Hansen se mueven con regularidad en victorias sostenidas en el entorno de los 40 puntos.

 

El agujero negro parece haberse tragado cualquier posibilidad de contestación en el rugby mundial. Mientras los All Blacks ensanchan su canon de juego, los demás  han mutado en materia inestable. Y todo gira enloquecido en el vórtice de excelencia ideado por Steve Hansen: el hombre que hace fascinantes malabarismos con un número incontable de kiwis. Basta ver la aparición de Frizell el otro día en el cuadro para constatar que, a un año del Mundial de Japón, la situación vendría a ser más o menos ésta: mientras todos intentan sacar agua de un pozo, los neozelandeses andan en naves espaciales explorando otros planetas.